¡Podemos!
Por Marta Dillon
La puerta de Cemento, ya se sabe, es la puerta de Cemento: un amontonamiento de tetosterona derramada en unos cuantos cuerpos de adolescentes que tal vez, si se bañaran, y con un par de litros menos de cerveza, una podría pensarlo. Es necesario pensarlo: en breve, todos esos muchachos estarán desnudos y una en medio de ellos, sin más adorno que las plataformas (tampoco es cuestión de abandonar todos los fetiches). Haciendo un cálculo rápido de la cantidad de mujeres a la vista –seis–, ésta podría ser una promesa. Vamos, que no hay muchas oportunidades de este exceso de proximidad desnuda y sin obligaciones de cumplir ningún papel ya que todos venimos a ver un show y el papel, se supone, estará a cargo de los actores. Hay también algunas personas mayores, no sentadas en la vereda, claro, sino apoyadas elegantemente en los arbolitos raquíticos de la calle Estados Unidos, con el relajo propio de estudiantes de yoga. Son una presencia tranquilizadora. Los muchachos de la birrita parecen creer que, por el solo hecho de que una vaya a desnudarse, están habilitados a tocar lo que tengan más a mano. El codo, por ejemplo. Pero con una lascivia de piropo camionero que empieza a asustar. Una cosa es imaginarse rodeada de efebos desnudos y otra muy distinta cercada por acosadores sin una pizca de sutileza. Igual, nada de lo que uno se imagina sucede. Entrás a ese inmenso galpón que es Cemento, con todos sus porteros cromagnones vestidos, y al final de la barra uno de ellos te dice: “Acá es donde se ponen en bolas. A sacarse toda la ropita”. Y acto seguido te entrega una bolsa de supermercado que te acompañará el resto de la noche por si un imprevisto ataque de pánico te obliga a cubrirte. Y bueno, ahí estamos todos, en bolas y sentados en sillas de plástico, las chicas tratando de estirar el vientre para disimular el rollo y los varones fingiendo distensión, abriendo las piernas y dejando colgar sus cositas. Cuarenta grados de calor y ningún ventilador, podría llamarse el poema. Una siente el sudor bajo las tetas y el pudor de quitárselo, esto no se trata de sexo, ya está dicho por los organizadores, así que cualquier caricia extra que una se dedique puede ser malinterpretada por los muchachos del tablón, por suerte duros como estacas, sus cositas no se ven tan bellas como imaginan y son tan alevosa mayoría que cualquier movimiento los obliga a rozarse entre sí. Sentados, todos sentados, dos horas y media de calor agobiante, preguntándose qué carajo hago yo en bolas sobre esta silla de plástico sin poder ensayar ni una de las poses que la experiencia dice que nos hace ver más bellos. La gente aguanta. Resiste. No hay excusa para cambiar de lugar, para moverse, para rozarse. Todos están tan conscientes de su desnudez que el show pasa y la mitad de los chistes también, porque a nadie le queda cerebro para entenderlos. Cada tanto me ataca una carcajada. La situación es francamente ridícula, todo el mundo muy compenetrado con su acto de audacia. Quiero mirar a mi alrededor, quisiera ubicar algo que mirar a mi alrededor, pero bueno, esto no se trata de sexo, se trata de forzar los límites y mirar las entrepiernas de los muchachos suena al menos libertino. Pero hay que ver eso que llega hasta la mitad del muslo de ese hombre con aspecto de cacique mapuche, con su pelo largo, su flequillo y su morral de motivos autóctonos. Para mí que ése se estuvo tocando, porque si no. Los actores nos provocan, se ríen de nuestra desnudez, gritan mucho, insultan, hacen chistes de lisiados (“¡Entre nosotros hay uno con su muñón a la intemperie!”). El anfitrión hace su número escatológico, dice cuánto lo excita un dulce de leche espeso que se esparce por su cara, sus hombros, su pecho, sus huevos (sic). Dice que sale de ortos celestiales que también lo complacieron con cerveza, remedo natural de la lluvia dorada. Come huevos crudos y los escupe, dice que quiere sentir dolor y recuerda los ‘70, se ve con su barba incipiente, con su deseo guerrillero. Pide un beso. Nos ordena pararnos (qué fácil es decir nosotros cuando estamos todos en bolas), ir al fondo. Me siento como en una película del Holocausto, pero entonces el anfitrión nos obliga a correr hacia el otroextremo del galpón y allí sí, allí por fin, corremos desnudos como hippies entre girasoles pero sobre el piso mugriento de Cemento. Y nos mojamos. Nos mojamos, nos rozamos, nos mojamos, se ven los tatuajes y los piercings, los pliegues, las cositas bamboleándose como badajos de campana. El final se pone bueno. Chabán nos da nuestro premio. Los actores salen, finalmente desnudos ellos también, y todos en círculo nos aplaudimos mutuamente, largamente, somos muy audaces, somos valientes y el anfitrión lo dice, lo grita: “¡Nosotros podemos!”. ¡A bailar, ahora! Y sí, nosotros podemos bailar desnudos, con nuestras carteras colgando, podemos saludar a los amigos que encontramos desnudos, vamos a comprar cerveza a la barra desnudos. El final nos da su premio por haber sido tan buenos chicos. Pero, como todo lo bueno, dura poco.
Nota madre
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