Domingo, 19 de abril de 2015 | Hoy
Por Susana Cella
Si bien nacido en Uruguay, donde comenzó su carrera, residió largos años y murió, la figura de Eduardo Galeano se asocia al marco mayor de la literatura latinoamericana. Quizás esta perspectiva fuera forjándose desde sus tiempos de redactor de Marcha, una de las emblemáticas revistas del subcontinente, que se inició un año antes del nacimiento de Galeano, en 1939, y continuó hasta ser clausurada en 1974. En buena medida el espectro de cuestiones abarcado por la revista y su carácter crítico, coincide con las vertientes abordadas por Galeano, respecto de situaciones político-sociales en los países latinoamericanos, así la fuerte presencia de la cultura y en particular, la literatura. El joven periodista que era entonces Galeano participó en esa publicación transitada por figuras como Juan Carlos Onetti, Emir Rodríguez Monegal o Angel Rama, estos dos últimos, que estuvieron sucesivamente varios años a cargo de la sección cultural, fueron importantes especialistas en literatura latinoamericana. Además de autores uruguayos, están presentes otros como Borges, Bioy Casares, Cortázar, Gelman, Walsh, Neruda, Carpentier, Vargas Llosa, Sabato, Elvio Romero, José Donoso, José María Arguedas, Nicolás Guillén, a lo que cabe sumar la presencia de algunos norteamericanos y europeos en el afán de difusión de autores relevantes (Faulkner, Proust, Sartre, Henry James, T. S. Eliot, por ejemplo).
En los años sesenta, Marcha tuvo un rol importante en la difusión del boom literario latinoamericano. Por entonces Galeano comenzaba a publicar sus primeros escritos literarios, ensayísticos y periodísticos como Guatemala, país ocupado y Reportajes, ambos de 1967, fecha en que aparecía Cien años de soledad. No mucho después, en 1971, aparece la que sigue siendo una de sus principales obras, donde relato y datos precisos se combinan para dar cuenta de la economía, historia y situación del continente americano. Se llamó Las venas abiertas de América Latina, un verdadero best seller que traspasó las fronteras y tuvo un profundo efecto en quienes lo leyeron entonces, comparable quizá con la aparición más o menos por la misma época del libro del martiniqués Franz Fanon, Los condenados de la Tierra. Ambos denuncian las prácticas del colonialismo e imperialismo desde las voces que surgen de esa vasta geografía llamada entonces Tercer Mundo (Argelia en el caso de Fanon y América latina, en el de Galeano). Luego de aquel impacto inicial, el libro continuó en las décadas siguientes como un testimonio persistente hasta que, en 2009, volvió a ser un éxito editorial, como se sabe, fue luego de que Hugo Chávez le regalara un ejemplar a Barack Obama.
De la extensa obra de Galeano, algunas otras también lograron una permanencia verificable en continuas reediciones. La trilogía Memoria del Fuego (1982-1986) tiene algo que recuerda el Canto General de Pablo Neruda, en el sentido en que en ambos casos se trata de obras abarcativas que asumen la tarea de reponer el pasado de América latina desde antes de la llegada de los conquistadores hasta sus respectivos presentes de escritura (mediados de siglo XX en el caso del chileno). En lugar de los cantos y los versos nerudianos, Galeano compone una serie de relatos para presentar vívidamente los hechos y creencias que fueron habitando América en el transcurso de los siglos, en una visión de conjunto de todo el territorio. Para entonces, Galeano ya había acopiado importantes experiencias, tanto satisfactorias como dolorosas. Al iniciarse la dictadura uruguaya, en 1973, se exilió en Argentina, su presencia protagónica en otra de las grandes revistas del continente, Crisis, 1973-1976 siguió afianzando, por las mismas características de esta revista, la perspectiva latinoamericanista de Galeano. Por otra parte, el mismo año de su traslado a Argentina, publicaba otro de sus más recordados libros, Vagamundo, relatos en los que se afianza un estilo narrativo que iría desplegándose en las siguientes obras y que se caracteriza por la tendencia a componer relatos capaces de develar alguna creencia, definir modos de ser de personajes a los que se valora por sus sentires y actos, denunciar situaciones oprobiosas, apuntando a la empatía con el lector y con matices emotivos, quizá irónicos y no exentos de cierta presentación de hechos como asombrosos pero sin embargo verídicos. La experiencia de ese primer exilio, que a partir de 1976 iba a alejarlo también de Argentina, ya aparece en La canción de nosotros, que recibiera en 1975 el premio Casa de las Américas junto con Mascaró, el cazador americano, de Haroldo Conti. Por tanto, la conexión latinoamericana tiene también mucho que ver con su presencia en la capital cubana, convertida por esos años en centro de vinculación de los intelectuales latinoamericanos.
En obras como El libro de los abrazos o Los hijos de los días –sea vía cortos relatos sobre hechos ocurridos o bien en tono de fábulas que parecen inducir por los títulos a una moraleja, en el primer caso, o en una combinatoria de tiempos y espacios siguiendo el calendario– el mapa se ensancha cuando se suman nombres y aconteceres de otras latitudes.
Los numerosos libros de Galeano ostentan diversos géneros, y en cuanto a los temas, aunque América es núcleo persistente, su reflexión atiende también a sentimientos y pasiones incluido el fútbol y asimismo a concepciones y hechos que fueron marcando la historia del mundo hasta hoy. Ante la noticia de su muerte, circularon los homenajes pero también las denostaciones a quien se ha visto como un “latinoamericano” en un sentido peyorativo del término (una especie de costumbrista de pobre escritura) o como una especie de Paulo Coelho. En estos rechazos se nota menos una apreciación literaria que el desprecio por la postura política de Galeano. Entre unos y otros, sin admiración incondicional, están los que, con diferencias estéticas, no dejan de reconocerle su habilidad narrativa, capaz de transmitir su visión del mundo a un público numeroso, y el haber escrito ese clásico llamado Las venas abiertas de América Latina.
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