Domingo, 19 de abril de 2015 | Hoy
Por Daniel Viglietti
Recordar, en el sentido de despertar, es lo que me ocurre cuando escribo por primera vez el nombre de Eduardo Galeano, ahora que ya no está entre nosotros. Recordar las miradas en que lo guardé, a través de muchos puntos de encuentro a lo largo de más de cinco décadas. Mis primeras imágenes de Eduardo son las del activo impulsor del periódico Epoca, ejemplo de publicación de izquierda en Uruguay que, bajo su dirección, nucleó a varios soñadores de ojos bien abiertos que ya ponían el pie en la vereda más izquierda del camino. El autoritario presidente Pacheco Areco clausurará ese diario a fines de 1967. Pero el ejercicio del periodismo en Eduardo, como herramienta del quehacer literario, no admitirá clausuras. Continuará su ya extensa labor, que venía desarrollando en el semanario Marcha, junto a su admirado maestro de periodismo Carlos Quijano. Después, dando un salto por encima de tiempos históricos muy intensos en nuestro sur, lo encuentro en la revista Crisis, esa publicación fascinante que hace nacer en su querida Buenos Aires, y que llevará adelante entre esperanzas y amenazas, con compañeros de pluma tan hondos como un Juan Gelman.
El exilio nos llevó a tierras diferentes: a él, a Calella de la Costa, en la provincia de Barcelona; a mí, a Ivry-sur-Seine, en las afueras de París. Y nos reencontramos cuando nos invitan al Festival de Teatro de Nancy, y decidimos unir nuestros instrumentos. Su voz leyendo pasajes de obras suyas, y yo con mis canciones, una mezcla inesperada. En Eduardo percibí su actitud de amante de la música y la excelencia en el decir de sus textos. Elaborábamos juntos el guión, buscando complicidades, admiraciones comunes por ciertos autores, Violeta, Atahualpa, a veces jugábamos con la contradicción, con los contrastes. El dúo se echó a caminar y fuimos a Roma –donde coincidimos con dos queridos amigos, Juan Gelman y Jorge Enrique Adoum-, a Toronto, en la Universidad, durante un Congreso de Escritores, al que fui invitado como músico, y donde “duamos” con Eduardo.
Luego, en París, en la iglesia Saint Merry, con el apoyo de algunos sacerdotes de izquierda, presentamos La canción de los presos, en un acto organizado por el Comité de Defensa de los Presos Políticos de Uruguay. Eduardo se ajustó a la labor de lector de varios hermosos poemas anónimos salidos de prisión en hojillas de papel de fumar, atravesando los barrotes del llamado Penal de Libertad. Era el Eduardo siempre solidario, desde el exilio. A él le encantaba particularmente uno de esos poemas: “A veces llueve y te quiero/ a veces sale el sol y te quiero/ la cárcel es a veces/ siempre te quiero”.
En medio del exilio ni él ni yo nos imaginábamos poder llegar a trabajar a Chile, en el invierno de 1988, todavía bajo la dictadura de Pinochet, que terminaría en 1990. Era un Encuentro cultural llamado Chile crea. Allí había poetas, músicos, gente de teatro, pintores, en una experiencia cuyo centro fue el estadio cerrado de un colegio en Santiago, con algunas actividades complementarias en Valparaíso y otros lugares del interior. Una suerte de burbuja de oxígeno a la que llegamos Eduardo y yo desde diferentes puntos de partida, sin saber antes ninguno de los dos que el otro vendría. Nos sorprendimos con la participación de músicos como la legendaria Margot Loyola, Isabel Parra –hija de Violeta–, el recordado trovador y periodista Gonzalo Payo Grondona, Patricio Manns, en su doble condición de cantautor y escritor. Y, de fuera de Chile, el catalán Pi de la Serra. Compañeros del encuentro nos llevaron con extremas precauciones a las cercanías de una marcha contra el hambre, en tanto testigos de la cruenta represión desatada, con el propósito de denunciarla a través del mundo. Me consta que, ya tras el fin de la dictadura, la relación de Eduardo con Chile, en que tanto amó el arte de Violeta Parra y Pablo Neruda, fue siempre creciente.
En La Habana, Cuba, en abril de 1989, Eduardo y yo recibimos la noticia de la muerte de Raúl “Bebe” Sendic en Francia. Esa tarde, Eduardo, con esa maestría suya en el manejo de la palabra, me habló sobre el luchador tupamaro con respeto y admiración. Trazando un paralelo entre Artigas y Sendic, comparó la sencillez y la humildad de ambos. Me dijo que imaginaba a Raúl un poco como a Artigas, de poncho rotoso, sentado en una cabeza de vaca, bebiendo caña de un cuerno y terminó diciendo: “¿No sería él?”.
Lluvia y barro y sol y un río de humanidad, en Chiapas, en 1996, en el Encuentro Intergaláctico del EZLN. De nuevo el sentimiento revolucionario a flor de piel. La pasión del zapatismo contó con Galeano, con su palabra, con su apoyo. Junto a nosotros, en aquellas jornadas, estaban el periodista uruguayo-mexicano Carlos Fazio y el luchador Julio Marenales. Esos días coincidimos varias veces con Galeano. Después, nuestros terrenos de trabajo se bifurcaron, Eduardo presente en Oventic y nosotros, en La Realidad.
En los años de este siglo nuevo, se fueron sumando nuevos encuentros, en foros, por ejemplo, algunos en Brasil. Pero sobre todo en Uruguay, en torno de amigos comunes –muy poco comunes– como Mario Benedetti, el médico Ricardo Elena y el parlamentario Guillermo Chifflet, entre otros. Tiempo más tarde, Eduardo y yo nos encontrábamos periódicamente en la Fundación Mario Benedetti, trabajando junto a esos y otros compañeros. También fui parte del público en las mágicas lecturas de Galeano, como en una de las últimas, en el montevideano Teatro Solís, sobre su libro Los hijos de los días.
En el tema de los derechos humanos, tengo nítido un recuerdo de Eduardo en nuestra lucha contra la impunidad. En febrero de 2013, la jueza uruguaya Mariana Mota fue trasladada de su cargo de la Justicia Penal a la Civil, por lo que no pudo seguir adelante con las investigaciones sobre los represores en las causas de los desaparecidos. En esa circunstancia, Eduardo y yo nos encontramos, junto a mucha otra gente, frente a la Suprema Corte de Justicia, en apoyo a la jueza.
Despertando recuerdos sobre nuestro querido Galeano, a los pocos días de que junto a nuestro pueblo fue tiempo del abrazo de adiós, escribo estas palabras estando ahora en Buenos Aires, en esta Argentina de su compañera Helena Villagra, tucumana, que continuará encendiendo, como todos los familiares, hermanos, hijos y nietos del escritor, la memoria de los fuegos de Eduardo. Esto ha sido para mí como tirar un espinel en el río de los recuerdos ante una muerte que ha sacudido nuestras vidas.
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