Dom 09.08.2015
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> FRAGMENTOS DE WHO I AM. MEMORIAS DE PETE TOWNSHEND

NADA MÁS QUE LA VERDAD

Todo aquel asunto me dejó un pozo de rabia y resentimiento. He pasado años en psicoterapia tratando de comprenderlo. En 1982, mi terapeuta me instó a que intentara adentrarme más a fondo en el recuerdo mediante la redacción de aquellos intercambios matinales. Me puse a escribir, y a medida que empezaba a describir uno de los encuentros –el oficial de la Fuerza Aérea bajando la ventanilla, Denny que se acodaba–, recordé de pronto por vez primera que la puerta trasera del coche se abría. Empecé a temblar de manera incontrolable y ya no pude escribir más, ni recuerdo más. Mi memoria se bloqueó.

Nuestro piso se abría al rellano de la primera planta, y mi habitación nunca se cerraba con llave, que estaba siempre puesta por fuera. Las noches en que tenía miedo, corría hasta la habitación de Denny. Si estaba abierta, ella me ahuyentaba, y si estaba cerrada, simulaba dormir y no respondía. Aun hoy día sigo despertándome aterrado, sudando de miedo y temblando de rabia por el hecho de que mi puerta, ante el rellano, permaneciera sin cerrar por las noches. Era un crío, sólo tenía seis años, y cada noche me acostaba sintiéndome terriblemente vulnerable, solo y desprotegido.

Además de la terminal de autobuses, también podíamos ver la estación de tren. Yo adoraba contemplar las fabulosas locomotoras de vapor y fantaseaba con compartir el momento con un amigo, hermano, hermana, alguien. A menudo, mis pensamientos antes de quedarme dormido se centraban en la mera necesidad de cariño. Denny no me tocaba salvo para azotarme, restregarme brutalmente en la bañera o sumergir mi cabeza bajo el agua para aclarar el jabón. Una noche en que perdió los estribos, me sostuvo la cabeza bajo el agua un buen rato.

***

En Montreal, Keith (Moon) montó una fiesta en una suite elegante del recién estrenado hotel Four Seasons. Nos circundaban bandejas con pilas de comida. En un momento dado, el ketchup, reacio a salir del frasco como de costumbre, acabó pringando la pared. El efecto me pareció estéticamente llamativo.

–Alguien debería enmarcarlo –dije.

Keith se mostró de acuerdo y echó una mirada en derredor. Descolgó un cuadro de la pared, le quitó la pintura de un puñetazo y sostuvo el marco sobre la salpicadura de ketchup. Aplausos. Recordé entonces mi primera clase en el Ealing Art College, agarré un cuchillo de carne, me rajé la mano y embadurné la pared con sangre.

–¡Esto es una raya!

Más aplausos. Y entonces se armó la gorda. Lo que había empezado como una broma acabó con un sofá lanzado por la ventana sobre el bonito jardín del patio del hotel. Mientras hacía añicos el vidrio templado, reflejando estanques, helechos y arbolitos en el jardín, nos quedamos momentáneamente paralizados. Justo enfrente de nosotros estaba la zona de recepción tras una pared de cristal. El personal del hotel nos miraba atónito. Y nosotros mirábamos igualmente horrorizados, tras recobrar el sentido.

Tres policías francófonos respondieron a la llamada, y una vez en la habitación registraron mi equipaje. Encontraron algunas revistas eróticas que agitaron como si hubieran descubierto un cuerpo descuartizado en un escondrijo. Reconocí haber tomado parte en la destrucción. (Puede que incluso añadiera algún comentario sobre arte, visto que seguía levemente borracho.)

–Vaya –dijo uno, en inglés, mirando mi pasaporte–. Tú eres el que pateó al poli.

Y siguió hablando en francés, sin que yo entendiera mucho de lo que decía. Aunque no eran piropos. Me llevaron a un cuarto en el sótano y, cuando empezaron a arrinconarme amenazadoramente, apareció el gerente, que había sido despertado, en la puerta.

–¿Qué pasa aquí? –dijo en francés.

–Es un interrogatorio –ladró uno de los polis.

–La habitación para uso de la policía está arriba –dijo el gerente, con firmeza.

Les dio el número de la habitación, esperó hasta que se pusieron en movimiento y cerró el cuarto con llave. Probablemente me salvó de una paliza.

***

El 2 de agosto llamó Bob Priden, algo angustiado por Eric Clapton. La socia de Bob, y su futura esposa, Mia, era buena amiga de Alice Ormsby-Gore, novia de Eric, y estaba terriblemente preocupada por la posibilidad de que la pareja hubiera sucumbido a su prolongado consumo de heroína. Alice, la hija pequeña de Lord Harlech, había empezado a salir con Eric cuando tenía dieciséis años. Bob me pidió si podía ir con él y con Mia para ver cómo estaban las cosas.

Nos encontramos aquella noche en un pub cerca de la casa de Bob en Ripley. Llovía a cántaros, así que hasta la hora de cerrar no salimos para la preciosa casa de campo decimonónica de Eric. Algo borracho, mientras pregonaba el agarre de mi Porsche bajo condiciones adversas, perdí el control en una carretera mojada y casi nos matamos. Acabamos encajados entre dos árboles, habiéndolos esquivado milagrosamente. Llegamos a casa de Eric a las once y media. Qué paradoja sin gracia de la un borracho accidentado ofreciendo asistencia a un yonqui (...).

Hacia el final de la gira veraniega por Europa, convencí a Eric y Alice para que se reunieran con nosotros en París; de este modo, quizá se animara y volviera a interesarse por tocar de nuevo en grandes escenarios. Los Who debíamos actuar en un evento diurno colosal, la Fête de l’Humanité, el festival promovido por el órgano oficial del Partido Comunista Francés para recabar fondos. La verdad es que no tenía ni idea hasta que me vi en el escenario ante todas aquellas banderas rojas. Eric y Alice permanecieron a un lado del escenario: incluso ciegos, se mostraban elegantes y educados. Pero llegado un momento, quizá porque yo no dejaba de correr y brincar ataviado con el mono y simulando lanzar granadas de mano, Eric se empezó a descacharrar de risa.

–¡Prueba tú a mantener a la puta banda enchufada! –le chillé por encima del griterío.

***

Después del concierto en el Riverfront nos reunimos en el camerino. Bill Tenía pésimas noticias.

–Ha pasado algo terrible –dijo–. Han muerto once chicos. Todavía no conozco los detalles.

–¿Cuándo ha sido? –preguntó alguien–. ¿Durante el concierto? ¿Entre el público?

–No –Bill trató de calmarnos–. Fue en los accesos, en la explanada de fuera.

–¿Antes del concierto? –pregunté, poniéndome en pie.

–Decidimos no contároslo –dijo–. No podíamos dejar que la gente abandonara el recinto mientras los de seguridad seguían manejando todo el problema fuera.

En el hotel nos reunimos en un salón a ver la tele. Algunos de la banda lloraban ante las imágenes de cadáveres esparcidos, como después de un tiroteo indiscriminado. No se habló mucho. Tomamos unas copas, pero yo ya estaba embotado.

Resultó que con las prisas por coger asiento murieron once fans y muchos otros quedaron heridos. Todas las entradas se habían vendido, y cuando el gentío que esperaba afuera en el frío oyó las pruebas de sonido, creyó que el concierto empezaba y se produjo una estampida. Los que estaban delante fueron aplastados por los que empujaban por atrás, que no sabían que las puertas seguían cerradas.

Entonces me acordé del incidente en Nueva York, cuando Bill Graham decidió no decirnos que se había producido un incendio. Luego me puse a repasar mentalmente el concierto una y otra vez. ¿Había dicho alguna idiotez sobre el escenario? Es posible. ¿Las frases “no es más que tierra adolescente arrasada” y “están todos arruinados” al final de “Baba O’Riley” encajaban de algún modo con aquella hilera de cadáveres? ¿Por qué no se nos había podido confiar el suceso?

La respuesta era obvia. Y si yo hubiera estado en la piel de Bill habría hecho exactamente lo mismo. Pobre Bill: tener que pasarse todo el concierto con el alma en vilo, confiando en que no empeoráramos las cosas. Nuestras actuaciones eran cada vez más incendiarias e impredecibles, y Bill había descrito mi personaje escénico de por entonces como “malévolo”.

Además, gestioné mal el trato con la prensa. En una entrevista con Greil Marcus de Rolling Stone, traté de mostrarme irónico: despotriqué contra la industria del rock, tan estúpida que era incapaz de mantener vivo a su público. También cometimos otro error, al decidir proseguir con la gira. Deberíamos habernos quedado en Cincinnati por unos días como muestra de respeto, que sin duda sentíamos, por los que habían muerto y sus familias. En su lugar, seguimos sin titubear el dictado de “el espectáculo debe continuar” y volamos a Buffalo para actuar al día siguiente.

***

De entrada, no me preocupé. Sin embargo, tras colgar el teléfono, miré por la ventana y me entró pánico. La casa estaba rodeada de periodistas, camionetas de la tele, cámaras, fotógrafos y curiosos. Como le dije tiempo después a un periodista, si en aquel momento hubiera tenido un arma me hubiera pegado un tiro para escapar al linchamiento. Le dije a Rachel que mejor sería que se fuera y se salvara de la quema.

–Es imposible que salga honrosamente de ésta –le dije.

–No has hecho nada malo, Pete –replicó–. Me quedaré. Hagamos una declaración conjunta. (...)

Llamó mi hija Emma.

–Al menos estás vivo, papá –dijo.

Maurice Gibb, de los Bee Gees, había muerto la noche anterior. Los hermanos se habían quedado solos y estaban, con la familia entera, consternados. Le conté los detalles de mi situación a Emma, que trabajaba como periodista.

–Si lo que hacías era investigar, entonces eso es lo que debes decir, papá –me apremió–. Debes contar la verdad.

Hice caso del consejo de Emma. Rachel y yo preparamos una declaración que ella leyó ante los medios reunidos en la calle. Luego fuimos en coche a su casa en Teddington, donde pasamos el fin de semana tranquilamente. (...)

A lo largo del fin de semana recibí llamadas de Jerry Hall y Keith Altham, Mick Jagger, David Bowie, Sting, Bob Geldof y docenas de amigos. El lunes por la mañana empezaron a llegar paladas de correo; muchas cartas eran desagradables, pero la mayoría eran de apoyo. Sin embargo estaba demasiado exhausto para responder. No había dormido.

Después de hacer la declaración, que fue filmada y grabada para un documental televisivo, un agente de policía salió a buscarme una hamburguesa. Me había pasado el día entero preparando té para la policía en casa, y no había comido nada.

–Come un poco, amigo –dijo, mientras engullía la suya–. Sabemos que estás con los buenos.

Nunca un gesto tan simple significó tanto para mí.

–¿Sabe por qué voy directo a las páginas de deportes cuando agarro un tabloide? –prosiguió.

Sacudí la cabeza.

–Porque todo lo que está mal en el mundo aparece en primera página, y lo que está bien, el esfuerzo, la superación, viene al final.

Yo estaba claramente en primera página, e iba a ser tema de debate en los meses venideros.

***

El 31 de marzo fuimos a ensayar en un auditorio de West Ealing. En cuatro días nos dimos cuenta de que Tommy iba a ser una obra fantástica para tocar en vivo. Después del último ensayo, Keith me llevó a tomar algo, me miró a los ojos y dijo: “Pete, lo has conseguido. Esto va a funcionar”. Los ensayos fueron una revelación: la música de Tommy, al interpretarla, incluso en una sala vacía, generaba una energía y fuerza extraordinarias, y parecía dotada de un poder inexplicable que ninguno de nosotros había esperado ni planificado.

Mientras los críticos se congregaban como una jauría de perros gruñones y ladradores, nos preparamos para dar la cara. El único modo de detener los ataques era programar la primera representación londinense de Tommy exclusivamente para el enemigo, la cínica prensa británica. El día D subimos al escenario del Ronnie Scott’s Jazz Club para estrenar Tommy ante un puñado de periodistas musicales medio borrachos ya con los tragos que nosotros pagábamos. Antes de empezar, un par de ellos gritaron: “Townshend, puto gillipollas, machaca la guitarra”. Empezaba a hervir el murmullo del público; la situación no se antojaba prometedora, así que ahogamos a los objetores con el volumen de los amplificadores, atronador para aquella reducida sala, y empezamos a tocar.

Cuando terminamos, todos estaban de pie. Habíamos triunfado. La música funcionaba.

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