El taxi toma la West Side Highway y avanza veloz hacia nuestro destino final: Harlem, un área con pocas galerías de arte. Queremos ver una exposición llamada “Maurizio Cattelan is dead”, en un espacio sin fines de lucro llamado Triple Candie. Cattelan se enteró por Internet de la muestra hace aproximadamente un mes. No planeaba verla hasta que yo lo convencí para que fuéramos juntos.
¿Qué se siente cuando los periódicos anuncian la propia muerte?, pregunto. “En realidad te alargan la vida”, responde Cattelan. “Esta es la tercera vez.” Hace unos diez años un periódico italiano anunció la muerte de Cattelan. “Fue una broma. Alguien llamó al diario. Después filmaron un documental llamado E morto Cattelan! Supongo que fue un artilugio para llamar la atención”, dice.
La muerte es un tema dominante en la obra de Cattelan. Una de sus piezas más celebradas es una ardilla que acaba de suicidarse en una cocina en miniatura de los años sesenta. Junto a una pileta diminuta llena de platos sucios, la ardilla se desploma con su cabeza embalsamada sobre una mesa pequeña de fórmula amarilla y la pata estirada en dirección al revólver que ha caído a sus pies. Hecha en 1996, la miniinstalación es más absurda y vana que trágica. ¿Una ardilla que se toma todo tan a pecho que debe quitarse la vida?
Nuestro taxi por fin estaciona sobre la vereda de la galería en West 148th Street. Triple Candie realiza exhibiciones de artistas sin su permiso: una artera táctica curatorial en un mundo artístico que rinde pleitesía al poder de los artistas vivos exitosos y les da mucho control sobre sus muestras individuales. Cuando entramos a la sala de la planta baja nos sorprende un ataúd tamaño real sobre cuya tapa descansa una fotografía en tonos sepia del artista. En letras grandes sobre la pared figuran las fechas de nacimiento y muerte de Cattelan: 1960-2009. A la derecha de la obra, un hombre y una mujer sentados ante una mesa de madera levantan la vista de sus computadoras cuando llegamos.
Pasando el área de recepción hay una sala grande, de forma rara, con paredes de ladrillo a la vista parcialmente cubiertas de tablas blancas; a lo largo de esas paredes, a la altura del pecho, corre una línea de tiempo negra de tres centímetros de espesor rodeada de textos e imágenes del artista y sus obras, impresas en computadora. Cattelan se calza sus anteojos de lectura de grueso marco negro sobre su extravagante nariz romana y se acerca a mirar. El primer texto comienza así: “Maurizio Cattelan fue un estafador y un filósofo populista cuyo arte podría definirse como existencialismo cómico”. El artista gruñe, pero parece que el comentario le causa gracia. La muestra ha sido fruto de una investigación exhaustiva. Los textos están mejor escritos que los de la mayoría de las exhibiciones en los museos y, con excepción de la premisa póstuma, revelan una meticulosa preocupación por la fidelidad a los hechos. “Ojalá hubiera más errores”, dice Cattelan. “Las leyendas se alimentan de la confusión.”
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