› Por Laura Galarza
Quisiera ver tu cerebro. Eso pensó Oliver Sacks frente a Frank, uno de sus primeros pacientes de la clínica neurológica UCLA, en 1964. Frank sufría desde la adolescencia movimientos espasmódicos incesantes de la cabeza y en las extremidades. A los 37 años no había diagnóstico, y los movimientos se agudizaban incluso mientras dormía. “¿Qué ocurre ahí dentro? Ojalá pudiera ver tu cerebro”, pensó Sacks un día al observarlo. Esa misma tarde una enfermera le avisó que a Frank lo había pisado un camión. Dos horas después, durante la autopsia, Sacks sostenía el cerebro de su paciente. Se sintió culpable: ¿Era posible que su deseo de saber hubiera provocado en parte ese accidente?
Antes que médico y narrador, Sacks fue un investigador insaciable. A los seis años casi vuela la casa por hacer un experimento químico en el laboratorio doméstico que se había armado en el fondo del patio. En el Queen’s College de Oxford obtuvo la licenciatura en fisiología y biología y en el ingreso a la universidad dudó si dedicarse a la zoología o a la medicina. Le interesaba entender la fisiología de los sentidos: ¿Cómo reconocemos las cosas? ¿Cómo interpretamos el mundo de una manera visual? De hecho, ya recibido de médico nunca pensó en ejercer sino en dedicarse al trabajo de laboratorio. Para uno de sus primeros proyectos de investigación en neuroquímica donde buscaba estudiar la conducción nerviosa, utilizó mielina del cerebro de las lombrices. Se necesitaban miles de ellas para obtener una muestra de mielina. “Me sentía como Marie Curie al procesar toneladas de pechblenda para obtener un decigramo de radio. Me convertí en un experto en extracción del cordón nervioso y los ganglios cerebrales con una rápida y sola escisión, y los aplastaba hasta formar una sopa espesa y rica en mielina”. Sacks llevaba un registro minucioso en un cuaderno de tapa verde y por las noches se lo llevaba a su casa para repasarlo (algo que siguió haciendo de por vida). Apurado por llegar al laboratorio, una mañana olvidó atar el cuaderno al portaequipajes de la moto y voló en medio de la autopista. Sacks se paró a un costado y vio pasar los autos a toda velocidad encima de su trabajo de nueve meses. Se consoló pensando que aún tenía la mielina para seguir adelante. Pero al poco tiempo perdió también la mielina. Nunca supo qué pasó. Atando cabos, creyó haberla tirado a la basura por error. Se convocó a una reunión y sus jefes dijeron: “Sacks es usted una amenaza para el laboratorio. Por qué no se dedica a visitar pacientes, cometerá menos desastres”.
Y así fue. Las lombrices se mencionan al comienzo de Despertares, la película donde Robin Williams interpreta a Oliver Sacks durante uno de sus primeros trabajos como neurólogo en Beth Abraham, un hospital para enfermos crónicos. Allí había varios pacientes catatónicos. Sacks descubrió que eran sobrevivientes de la epidemia de encefalitis letárgica ocurrida en 1922. Se le llamaba “la enfermedad del sueño” porque las personas quedaban paralizadas y catatónicas aunque no inconscientes, detenidos en el tiempo en que habían enfermado. Sacks se conmovió cuando supo que llevaban así treinta o cuarenta años. Despertares obtuvo varias nominaciones al Oscar en 1990 y conmovió al mundo contando cómo Sacks logró administrando L-dopa (la medicación del Parkinson), “despertar” a estos pacientes y regresarlos a su vida intelectual y emocional.
Aunque tiempo después llegaron los problemas y los pacientes sufrieron los efectos secundarios de la medicación, la intensidad de aquella experiencia fue decisiva para la obra narrativa que Sacks desarrollaría más adelante. Por primera vez sintió la necesidad de transmitir el contacto con sus pacientes.
En 1973 se publicó Despertares, germen de lo que llegaría a ser una obra inusual e inclasificable. A diferencia de Migraña, primer libro que había publicado Sacks de tinte más médico que narrativo, con buenas repercusiones en el ámbito científico –ninguna publicación médica reseñó Despertares y sus colegas se llamaron a silencio. Claro que en esa obra Sacks afirmaba: “El espíritu humano es más poderoso que cualquier droga”. Hoy mismo en los Estados Unidos, con el 22 por ciento de la población adulta medicada con psicofármacos, aquella frase de Sacks sigue siendo revolucionaria.
Cuando Sacks trabajó con el síndrome de Tourette –tics, mímica involuntaria; repetición de las palabras o actos de los demás; compulsión a decir maldiciones u obscenidades–. tenía claro que era producido por descargas reactivas o espontáneas del tallo cerebral. Sin embargo –como durante toda su vida de médico– nunca dejó de observar ciertas curiosidades en esos pacientes. Uno de ellos, John, junto con sus tics, emitía un sonido raro que Sacks comenzó a grabar. Al pasar la cinta en modo lento, descubrió que ese sonido correspondía a la palabra alemana verboten. Cuando Sacks se lo comenta, John recuerda que así era como su padre, de habla alemana, lo retaba de niño cuando tenía tics.
Por supuesto que enfrentarse con la comunidad médica por sus formas poco académicas y ortodoxas no fue sin consecuencias para Sacks. A principios de los 70 comenzó a trabajar en el hospital Estatal del Bronx, en un pabellón cerrado que albergaba jóvenes con autismo, esclerosis tuberosa, esquizofrenia de inicio precoz, síndrome alcohólico fetal, entre otros. Allí Sacks conoció a Steve, un paciente que todo el día permanecía sentado junto a la ventana o la puerta con deseos de salir. Luego de analizarlo entendió que no solo estaba en condiciones de hacerlo sino que si eso fuera posible redundaría en una mejora y saldría de su estado de cronicidad. “Si lo saca es bajo su responsabilidad”, le dijo el jefe del pabellón. En su primera salida Sacks lo llevó a su lugar preferido, el jardín botánico de Nueva York. Steve no solo pasó exitosamente la prueba sino que se mostró feliz. Pero al volver al hospital los médicos los recibieron con mala cara. “El psicólogo jefe dijo que el pabellón tenía establecido un programa de modificación del comportamiento a través de un sistema de recompensas y castigos, y que yo estaba socavándolo con mis ideas de juego. Contesté que el condicionamiento constituía un monstruoso abuso de los pacientes en nombre de la ciencia y que olía a sadismo”.
A los pocos días el jefe citó a Sacks en su despacho para decirle que se rumoreaba que él abusaba sexualmente de sus pacientes. Eso fue un antes y un después para Sacks, quien decidió dejar el hospital y también librarse para siempre de las instituciones.
De ahí en más Sacks no solo tomó taxis como su padre, sino también aviones. Una vez que se volvió popular (a través de sus libros y su manera novedosa de ejercer la medicina) empezaron a consultarlo pacientes de todas partes del mundo.
El señor P. era músico y un cantante muy prestigioso cuando consultó a Sacks. Pero había empezado con un extraño problema: no lograba reconocer las caras de sus estudiantes en la Escuela de Música donde daba clases. También le sucedían cosas más graves y a la vez algo graciosas: era capaz de encontrarse dando palmadas a un parquímetro creyendo que eran cabezas de niños. Sacks detectó que el señor P. sufría una alteración visual neurológica que no le permitía tener percepciones guestálticas de totalidad. Así frente a una flor decía: “es una forma roja enrollada con un añadido lineal verde”. Un día al salir de la consulta con Sacks, quiso colocarse el sombrero y en su lugar palpó la cabeza de su mujer que estaba a su lado. El caso del Dr. P. o “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”, será el primer estudio de una serie de afecciones neuropáticas poco habituales investigadas por Sacks. Pero por sobre todo, dará nombre al libro publicado en 1983 y que inaugura la serie que vendrá: Veo una voz (1989), Un antropólogo en Marte (1995), La isla de los ciegos al color (1997) Musicofilia (2007), Los ojos de la mente (2011) y Alucinaciones (2013). Sacks da forma clínica y a la vez narrativa a sus apuntes médicos de un modo nunca visto hasta el momento. Como escribió en el prefacio de El hombre.., “para situar de nuevo en el centro al sujeto (el ser humano que se aflige y que lucha y padece) hemos de profundizar un historial clínico hasta hacerlo narración o cuento; solo así tendremos un quién además de un qué”. Aferrado a ese bastión escribió una obra única que resultó un festín para la ciencia y la literatura en partes iguales.
En junio del año pasado, cuando Temple Grandín (autista de alto rendimiento) cumplía 68 años, vino a la Argentina. Grandín considera semejantes las formas como se trata a los animales y a los discapacitados, por eso va por el mundo dando conferencias e intentando que eso se modifique. Con su clásico atuendo ranchero –camisa texana y un cinturón con una gran hebilla metálica–, dio clases magistrales para dos públicos disímiles: la Cámara Argentina de Feedlot frente a hombres de campo, y en el Fleni para médicos y padres de niños con autismo. Por su condición y su manera de pensar en imágenes, Grandín desde niña pudo percibir el miedo de los animales y lo aplicó al diseño de instalaciones para el manejo de ganado que priorizan el bienestar del animal. Eso fue lo que reflejó la película sobre su vida que produjo HBO y que protagonizó Claire Danes en 2010. “Agáchense para poder ver lo que el animal ve”, dijo frente a todos esos hombres de campo y señalando una imagen en su PowerPoint. “Un animal tranquilo que es más fácil de manejar. No es necesario gritar. Sólo con darles 30 minutos se tranquilizan. Tienen que ser observadores: ¿qué mira un animal?, ¿un rayo de sol? ¿el reflejo sobre el agua? Cualquier objeto desperdigado por ahí, sobre el alambrado, lo puede asustar”.
De niña, Temple –que es zoóloga, etóloga y doctora en Ciencia Animal– padecía el mundo. Sus orejas eran como micrófonos que le transmitían hasta el más mínimo detalle del afuera (una llave al caer, el agua saliendo por la canilla) a todo volumen. Tenía la misma falta de regulación en todos los sentidos. “Eso me hacia vivir furiosa y desorganizada”. Modelaba con sus heces que desparramaba por toda la casa. Masticaba las piezas de los rompecabezas y después las escupía en el piso”. Sólo cuando su tía la abrazaba sentía alivio, pero terror a la vez. Entonces Temple empezó a soñar con una máquina que pudiera apretarla y ser ella misma quien regulara la presión.
En 2006, Sacks estaba abocado al estudio del autismo y decidió visitar a Temple en su casa de Colorado y pasar con ella un fin de semana. No se conocían personalmente, aunque cada uno por su popularidad sabía del otro. Ese fin de semana está relatado en el último capítulo de Un antropólogo en Marte, que es una frase que Grandín le dice a Sacks para que pueda comprender cómo se sentía ser autista. “Las emociones complejas que practica la gente como el amor, no las comprendo y me confunden. No me gustan las novelas, Shakespeare no tiene ningún sentido para mí”, le dijo. Durante la visita Temple le mostró su “máquina de apretar” (que finalmente ideó, diseñó y fabricó) que tenía en un rincón de la habitación. Se metió dentro de ella para que él pudiera ver el mecanismo. Sacks se conmovió al percibir cómo de repente Temple cambió el color de voz y se relajó. “Supongo que esto hace el contacto con las personas”, dijo cuando se lo comentó.
¿Por qué dos individuos idénticos en su formato cerebral como son los gemelos, responden de manera individual frente a la experiencia? ¿Qué respuestas tiene las neurociencias a la subjetividad? Durante la década de los 80, después de asistir a una conferencia y conocer a Gerald M. Edelman, Sacks se alegró de estar vivo para conocer lo que para él representaba la primera teoría biológica sobre la individualidad.
“A medida que nos movemos nuestros órganos sensoriales toman muestras del mundo y a partir de estas se crean mapas del cerebro. En el momento en que nacen los circuitos nerviosos finos las experiencias vitales sirven para reforzar ciertas conexiones neuronales y deshabilitar o extinguir otras. La percepción no es puramente fisiológica sino creativa”. La teoría de Edelman venía a echar luz sobre las observaciones y deducciones de toda una vida de Sacks. Eso lo conmovió. “Aquella noche cuando regresé de la conferencia al hotel me hallaba en una especie de éxtasis. Me parecía que la luna que brillaba sobre el Arno era lo más hermoso que había visto nunca. Tenía la impresión de haberme liberado de décadas de desesperación epistemológica”.
Unas páginas antes del final de sus memorias, En movimiento. Una vida, Sacks sostiene que la teoría de Edelman constituye hasta hoy, la explicación convincente de cómo los humanos y nuestros cerebros constituimos nuestro propio yo individual. Que cada uno de nosotros construye y vive una narración y queda definido por ésta.
Hasta hoy sigue siendo poco usual que un neurólogo, y en general los médicos, consideren a sus pacientes no como víctimas sino como héroes. “Nunca he visto un paciente que no me enseñara algo nuevo o que no despertara en mí nuevas sensaciones y nuevas líneas de pensamientos”, declaró poco antes de morir. El estudio del mundo interior de sus pacientes llevó a Sacks a atesorar un promedio de mil anotaciones al año. Un día, mientras tomaba un café con un amigo al que no veía hacía tiempo, éste se sorprendió al ver que Sacks no tenía ningún puesto formal de trabajo como médico. Sacks le respondió: “Mi puesto está en el corazón de la medicina”.
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