› Por Fernando Krapp
Promediando la página doce de Consumidos, aparece la primera secuencia que uno normalmente asociaría al mundo Cronenberg: un hombre tiene problemas con su pene. No es un pene normal, claro que no. Es un pene Cronenberg. Y por alguna extraña razón tiene serios problemas de estabilidad; una enfermedad ignota y no del todo clara, padecida por el personaje, hace que se incline demasiado hacia su derecha. Algo que le incomoda cuando tiene una erección. Eso, naturalmente, lo vuelve un modelo digno para ser fotografiado. Unas páginas después, encontramos otra anormalidad, otra anomalía: una mujer se opera las tetas por una extraña enfermedad y sus glándulas mamarias se vuelven radioactivas. Todavía faltan trescientas páginas.
Sí: David Cronenberg, el famoso director de cine canadiense, que se negó a dejar su Toronto natal para irse a Hollywood, Nueva York o Londres en función de hacer películas, que supo combinar ciertos aspectos del cine europeo con la ciencia ficción y el cine clase B norteamericano, escribió (¡finalmente!) su primera novela. Y lo hizo a los setenta años. No sorprende, en verdad, estas ansias dilatadas que terminaron en Consumidos. Quien venga siguiendo su filmografía, haya leído alguna que otra entrevista, o se haya sumergido en las conversaciones reunidas por Chris Rodley en Cronenberg por Cronenberg, sabe que las influencias del director de La mosca están menos asociadas al cine y sus referentes, y más cercanas a la literatura.
“Desde muy joven tuve aspiraciones de escribir. Me interesaban las novelas underground: William Burroughs, Henry Miller, y algunos autores que T. S. Eliot introdujo en Norteamérica. Siempre escribí. No recuerdo un solo momento en el que no lo hice”. Cronenberg, antes de convertirse en un director de cine under, fue un estudiante formal de Literatura en la Universidad de Toronto. Sus lecturas tenían algo de pulp, pero sus ambiciones iban directo al alto modernismo: Vladimir Nabokov, Jorge Luis Borges, y sobre todo William Burroughs y Jean Genet. Su padre había sido un periodista entusiasta de la literatura, un bibliófilo amante de las primeras ediciones y un librero fracasado. El pequeño Cronenberg solía dormirse con el sonido de las teclas de la máquina de escribir de su padre. Y él mismo ambicionó una carrera como novelista; viajó un año a Francia para tener tiempo y darle una chance a su primera novela. Pero, según él, el peso de las influencias de Burroughs, Borges, Nabokov y T. S. Eliot lo intimidaron. Y en ese mismo año de su viaje a Francia, en una caminata por la costa del Mediterráneo se encontró con un rodaje de filmación. Volvió a Toronto y comenzó su primer guion: “Me sentí completamente libre de las influencias cuando empecé a hacer películas porque no había equivalente a los escritores que yo admiraba en el mundo del cine”.
En cierta forma, la literatura se coló en su obra por medio de adaptaciones. Cronenberg no solo fue la contraseña cinematográfica para aquellas novelas “infilmables” o “demasiado literarias”, y cosas por el estilo, que terminaron siendo pequeñas deformidades cinemáticas, como Crash, El almuerzo desnudo y Cosmopolis, sino también en otras novelas menos aclamadas por su radicalidad formal y más cercanas a los géneros populares, como La zona muerta de Stephen King, Twins: Dead Ringers de Bari Wood, Una historia violenta de John Wagner (un comic para adultos publicado el sello Vértigo), y la última, Maps To The Stars de Bruce Wagner. Más allá de las adaptaciones, nunca se despegó totalmente de la literatura, aunque la influencia en su cine no haya pasado por un lado narrativo o dramático. Es más bien una influencia por enrarecimiento.
De todas formas, hace varios años atrás, después del estreno de Spider, su película n° 13, un periodista insistente volvió a encarar al viejo fantasma. ¿Y? ¿Para cuando la novela? “Me sigue tentando la idea. Estoy enamorado de la novela como forma, me paso la vida leyendo, pero no estoy seguro de que pueda funcionar del todo. No lo descarto, pero también es cierto que me ha costado mucho encontrar mi voz como director de cine. Siento que sería como empezar de cero”. Años después de esa declaración, Cronenberg puede quedarse tranquilo: la voz como escritor siempre estuvo ahí.
Solo necesitaba que empezara a hablar.
Antes de hacer cine, de estudiar literatura incluso, Cronenberg pasó unos meses por la carrera de Química. Quería ser entomólogo. Memorizar la forma de los insectos (como Nabokov, gran amante de las mariposas, alguna relación literaria tenía que haber). Incluso fantaseaba con ser un escritor científico, a lo Isaac Asimov. Una idea que no abandonó cuando abrazó el oficio de contar una historia con imágenes y sonidos: no solo La mosca es su gran oda al mundo de los invertebrados, sino todos los bichos que pueblan sus películas y se van moviendo como enfermedades protoplasmáticas y multicelulares.
Sin embargo, durante sus últimas películas, Cronenberg estuvo más preocupado en volverse un director formalmente “clásico”. Esto no significa que haya sido durante sus inicios radical o vanguardista; nada más alejado de sus motivaciones que romper con el dispositivo cinematográfico (“A veces puedo ser bastante reaccionario” dijo en una entrevista). La lógica de sus filmes busca invisibilizar el montaje, darle a la superficie visual y sonora un aspecto onírico. Sus películas siempre fueron correctas, desde lo formal, aunque revulsivas en la construcción plástica de las imágenes. En sus últimos filmes, toda la mostruosidad de su primer cine estuvo encerrada en el funcionamiento de la mente. Las imágenes evocaticas y oníricas, los ambientes claustróficos y artificiales habían reemplazado a la explosión de la carne, la transformación de los cuerpos, el delirio antropomédico y pictórico que había sacudido, durante los ‘70 y ‘80, a la cómoda burguesía canadiense con películas como The Brood, Shivers y Rabid. Cronenberg, el ex estudiante de química, de aspecto bonachón y nerd, con sus anteojos de marco grueso, sus ojos azules como el diamante y mirada cálida y bien educada, había dado vuelta el género de terror para convertirlo en un espejo de nuestras perversiones. El cine era ahora un quirófano donde los experimentos con los cuerpos se volvían algo posible. Y lo que más miedo daba no eran los mutantes ni los vampiros que chupaban sangre con las axilas, ni aquellos bebés asesinos dirigidos por telekinesis emocionales; era la posibilidad de que todo ese sedimento de monstruosidad generara una nueva forma vida, un nuevo cuerpo. Un nuevo modo de habitar el mundo. Tan alejado no estaba.
“Somos libres de desarrollar otros tipos de órganos cuya única función sería la de dar placer y que no tuviera nada que ver con la sexualidad procreadora”, le decía a Chris Rodley en el año 1997, y veinte años años después de sus inicios como director, su faceta como novelista en Consumidos retoma esa línea: la unión entre cuerpo y tecnología. Leer Consumidos es como volver a ver la cabeza del médico de Scanners volar por el aire. Combinación mutante entre órganos y aparatos: si bien su filmografía está atravesada por una problemática que muchos críticos unieron con las teorías de moda de la “biopolítica”, no había vuelto en los últimos años a la añorada radicalidad de sus inicios. No había vuelto al Cronenberg que hacía brotar una planta de una bañadera para abducir al mundo entero.
La historia de Consumidos es simple: una pareja de periodistas del nuevo milenio, que no sólo escriben artículos y columnas para blogs, sino que manejan todo tipo de tecnología hogareña, desde cámaras que filman en 4k hasta dispositivos para capturar el sonido, es decir, periodistas que se la rebuscan también como pequeños documentalistas a la caza de algun videíto listo para convertirse en viral de internet, se encuentran haciendo cada uno por su cuenta un nota para sus respectivos proveedores de salarios freelance. Nathan saca fotografías y colabora con artículos médicos para una publicación. Naomi investiga el caso Arosteguy, un filósofo alla Jean-Paul Sartre de quien se sospecha que cocinó a su mujer y se la comió en un puchero. La acción de la trama comienza en dos lugares distintos: París y Budapest, donde Nathan saca fotografías a una mujer que es todo un avance de la ciencia: su cuerpo es un calvario de enfermedades por las que ya prácticamemente no hay poro de su piel que no haya sido intervenido quirúrgicamente. Es una performace del arte médico en el nuevo milenio.
Nathan y Naomi son obsesivos con los nuevos dispotivos, lo que los expertos de ahora llama “nuevas tecnologías”. Así como en Videodrome, el VHS, los BetaCam y las nuevas (de los ochenta) señalizaciones por satélite promovían una Nueva Carne, y en eXistenz un video juego con un input carnal agregaba a la existencia capas y capas de realidades anamórficas, Consumidos se mete en toda la mescolanza del entramado digital. Naomi es adicta a su MacBook Air, y Nathan habla constantemente de lentes que mejorarían la calidad de sus fotos ante una cirugía a corazón abierto. Aunque no hay tecnicismos en las descripciones de Cronenberg: las vinculaciones entre cuerpo y tecnología no son una excusa para narrar los avances de la modernidad ni para satirizar los usos y costumbres de la nueva era. En este sentido, su mirada es vieja: Cronenberg está obsesionado por cómo sus personajes despiertan características de su psiquis cuando, por ejemplo, una enfermedad nueva invade sus cuerpos. No le interesa tanto la naturaleza de la tecnología sino más bien la potencialidad que despierta su uso en nuestras consciencias. En definitiva, la obsesión de Cronenberg por la tecnología escapa a cualquier tipo de regodeo tecnicista. Es la banalidad patológica que despierta en sus usuarios lo que fascina a Cronenerg, quien pone ahora a la novela bajo la escucha de un estetoscopio sexualizado y deforme.
“La enfermedad indica habitualmente la presencia de otra forma de vida. La buena salud de esa otra forma de vida nos provoca enfermedad. Es un arreglo extraño”, dijo Cronenberg en una entrevista. Y lo ha dicho varias veces a lo largo de su extensa carrera; la enfermedad más corrosiva es la que avanza, como avanza en Consumidos y la mayoría de sus películas, lenta e inexorablemente hacia la disolución; del orden a la dispersión, del equilibrio al caos. Su obsesión por el caos siempre fue directamente proporcional a su exacerbado formalismo. Y en ese sentido, Consumidos no experimenta con la materia literaria, no hace explotar la forma de la novela, como sí lo hicieran en su momento sus ídolos literarios, sobre todo William Burroughs. La historia se desarrolla en tiempo real, con dos puntos de vistas alternados, con un inicio y un final.
Aún a pesar de su formalismo y el giro psicologisista de muchas descripciones, Cronenberg se permite algunas licencias. Sus personajes, al estar envueltos en una trama que une conspiración, enfermedad y tecnología en un mismo cóctel, elige narrarlos, en algunas secuencias, con imágenes que “reencuadra” una y otra vez dentro de las descripciones. Algunos párrafos se resuelven por corte de montaje y los acercamientos a los cuerpos están apoyados en zoom y mecanismos de cámara. Hay ahí otro aspecto interesante cuando se lee la novela; Cronenberg reflexiona sobre las imágenes, y al hacerlo, nos obliga a volver a sus películas. Cuando Naomi mira los videos que Nathan le envía por internet, el narrador analiza el uso documental de las imágenes, la condensación sexual de las intenciones. Resulta inevitable no pensar en el propio uso que Cronenberg hace de la cámara cuando filma. En todo aquello que hizo de su nombre propio un adjetivo visionario. Y que, como muchos de los grandes narradores y profetas del Siglo XX, gracias a la puesta en escena de su propia mirada, se ganaron ese adjetivo como premio o fatalidad.
Para muchos el mundo se está volviendo cada vez más borgeano. Otros podemos asegurar que este mundo, el de aquí y ahora, se está volviendo cada vez más cronenbergiano. Solo necesitábamos escuchar la vieja voz de nuestro médico más enfermo y racionalmente chilflado, una voz que por momentos resulta cálida, por momentos perversa, aunque sea siempre clínica y distante, para recordarlo.
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