Domingo, 31 de julio de 2016 | Hoy
>FRAGMENTOS DEL LIBRO DE MEMORIAS DE JOHN LYDON QUE LLEGA A LA ARGENTINA EN LAS PRóXIMAS SEMANAS
El dentista era el último lugar de la Tierra al que acudía cualquier miembro de mi familia. Era allí donde les habían sacado hasta el último diente a papá y a mamá. La Seguridad Social les había costeado una dentadura postiza que se suponía que solucionaría todos sus problemas el resto de su vida.
Esta política, cuya finalidad evidente era ahorrarse el dinero de un tratamiento dental decente, creó un sinfín de problemas a los pacientes que tuvieron que padecerla.
A las nueve o diez de la noche, después de cenar, se quitaban la dentadura y la sumergían en un líquido nauseabundo llamado Steradent. Era la única higiene dental necesaria. Y mis padres no eran los únicos que se habían acogido a esta solución: también lo hicieron mis tías, mis tíos y toda la gente que conocía.
Una vez que te extraían los dientes, sin embargo, las encías empezaban a gastarse y necesitaban todo tipo de cremas fijadoras, adhesivos, para que no se les cayera la dentadura postiza, pues con el tiempo las encías quedaban reducidas a su mínima expresión. Cada vez que se reían, se les caían los dientes. Y el problema se agravaba aún más cuando papá y mamá organizaban una fiesta en casa. Si les daba por bailar, de tanto saltar arriba y abajo, la dentadura acababa en el suelo. En esas fiestas, no sólo me encargaba de poner los discos sino que además tenía que dedicarme a buscar las dentaduras y a averiguar a quién pertenecía cada una.
Y así fue como me lo plantearon a mi: no era necesario cepillarse los dientes, porque cuando creciera el dentista me tendría preparada una dentadura nuevita en su consulta para que pudiera perderla cuando bailara, como todo el mundo.
Así es como siempre he tenido una dentadura muy mala. El concepto del cepillado no iba conmigo y no puedo culpar a mamá y a papá de ello. En casa había cepillos de dientes, pero mi padre sólo los utilizaba para limpiarse las botas que se ponía para trabajar. Tuve muchísimos problemas de salud debido a esta falta de higiene, yo era tan ingenuo que no me daba cuenta de que ése era el motivo de todos mis males.
En la época en que me uní a los Pistols, en cuanto sonreía, era como “uy, miren esos dientes”. Fue Steve Jones quien empezó a decir “puaj, estás podrido”. En las paletas se me había depositado una especie de película verdosa. No era como cuando se te queda una espinaca o cualquier otro alimento. Bueno, sí, pero era como si la espinaca en cuestión llevara ahí una buena temporadita. Entre la encía y las paletas tenía una línea verde, una especie de cieno, y en los demás esa mierda horripilante y amarillenta que nunca podré comprender: el sarro. Y todavía me preguntaba: “¿por qué nadie querrá besarme?”. Así que todo el mundo me conocía como “Rotten” y el apodo se me quedó para toda la vida.
Los Sex Pistols teníamos que pagar todas las prendas de SEX, la boutique de Vivienne Westwood y Malcolm McLaren, nuestro manager, que supuestamente nos esponsoreaba. Nos hacían un descuento mínimo y no podíamos ni rechistar. “Es absurdo, estamos haciendo promoción de vuestra ropa y vuestra marca”. La respuesta siempre era la misma: “Pero si les hacemos descuento”. Luego algunas bandas que se hicieron punk decían que para nosotros había sido muy fácil porque siempre llevábamos la ropa de Vivienne. No, hijos míos. Aunque al pagar, podía decirle lo que me gustaba y lo que no, independientemente de sus ideas sobre el buen gusto. Vivienne necesita que le digan un par de cosas de vez en cuando si no, como todos, la termina cagando.
Veinte o treinta libras por un jersey era mucho dinero, muchísimo, pero allí todas eran piezas únicas. Podía haber una colección con un diseño parecido, pero cada copia era ligeramente distinta, cada una era especial por alguna razón, pero mejor no lavarlas porque los colores desteñían y las costuras se descosían.
Las prendas de Vivienne no estaban hechas para durar. Se caían los botones, salían disparados por el aire como si te tuvieran alergia. Los cuellos de sus camisetas se descolgaban después del primer lavado debido al modo en que habían sido cortadas, así que una camiseta bonita acababa convertida en corpiño masculino. Antes de los Sex Pistols yo ya había empezado a usar alfileres de gancho, pero entonces lo hice mucho más. De hecho, en las fotografías de esa época se aprecia que llevo siempre un juego de alfileres de gancho en el cuello. Cumplían una función: un juego de herramientas por si acaso las prendas de Viv se desmontaban.
“¡Que le den por el culo a la Reina!” y “¡Argentina, Argentina!” gritaba la muchedumbre furiosa en Buenos Aires. ¡El sentimiento antibritánico siempre está presente en Argentina! Me aseguré de devolverles el saludo gritando “el presidente” y “¡abajo la monarquía!”. Haciendo un alarde de diplomacia, Rambo, mi guardaespaldas y asistente, puso un cartel en la puerta de su habitación que decía: “Manténganse lejos de mi habitación - Johnny Rambo, Dios salve a las Malvinas”.
La gira “Filthy Lucre” terminaba con esta etapa sudamericana y los argentinos no tardaron demasiado en animarse corear con nosotros “God Save The Queen” y lo que prometía ser un montón de problemas se convirtió en un momento de complicidad. El componente futbolístico tuvo un papel muy importante, pero conectamos a la perfección y entablamos una relación basada en insultos amistosos y demás. Dejando de lado la barrera del idioma y la de la política, que tenía su origen en esa estúpida, absurda e inútil guerra de las Malvinas, descubrimos que teníamos bastantes cosas en común con el público. Fue una experiencia muy emocionante que nunca olvidaré.
La última noche en Santiago de Chile, sin embargo, se llevó la palma. Se podía mascar la tensión en el ambiente. Si te asomabas a aquella enorme plaza, podías ver muchos policías armados en fila. Cada hora salían con sus rifles, uniformados y desfilaban, con sus cornetas y sus banderas, y después desaparecían y cerraban la puerta a cal y canto.
Nos preocupaba que no se presentara nadie al concierto. “¿Habrá algún chileno al que le interesen los Pistols?” Pues al parecer les interesaba. Tardamos una eternidad en llegar a la manzana en la que estaba el teatro donde íbamos a tocar y mucho más aún en acceder al edificio, porque una enorme muchedumbre de gente se había dado cita allí, algunos de los punks más radicales que he visto en toda mi vida. Eran punks de pura cepa, con sus crestas, perfectamente caracterizados, y desafiaban a la policía, que les repelía a manguerazos. Daba la sensación de que iba a estallar una guerra civil de un momento a otro pero, por extraño que parezca, sin perder el humor.
Cuando subimos al escenario, ¡qué manera de rugir! Una colección de fieras increíble… A la izquierda del escenario había policías con escudos antidisturbios y porras, pero el problema principal era la policía local –en realidad no sabría decir exactamente qué o quiénes eran–, que atacaban al público con unas porras diminutas. Rambo no daba abasto porque la gente se intentaba subir al escenario constantemente.
Nos dijeron que algunos fans que no habían podido acceder al teatro habían hecho un agujero en el techo y estaban intentando bajar con una cuerda para reunirse con el resto del público. Puede que algunos lo consiguieran. Los consideraba capaces de hacerlo. Durante el concierto, puedo asegurar que vi caer pedacitos de escayola. Fue, desde la primer canción, un concierto loco, demencial, DEMENCIAL: uno de los mejores de mi vida.
En Londres vivíamos en un barrio pobre y deprimido. La gente allí era muy pobre, nosotros incluidos. Vivíamos en Benwell Road, donde el Arsenal ha construido el Emirates Stadium. Estaba justo al lado del puente de las vías del tren, en un bloque de viviendas subvencionadas de Guinnes Trust llamado Benwell Mansions. Había un local en el bajo que cuando nos mudamos había ocupado un vagabundo, Tom “el Mierdas”. Bajabas por un vestíbulo y nosotros vivíamos en dos habitaciones que rodeaban el jardín trasero: una cocina y un dormitorio. El baño era exterior, lo que significaba que te acostumbrabas rápidamente a usar el orinal. También había un refugio antiaéreo, pero como la gente lo utilizaba de basurero, estaba lleno de ratas.
En el dormitorio vivíamos mi madre, mi padre, yo y mis hermanos pequeños a medida que fueron llegando: Jimmy, Bobby y para terminar, Martin. Así que éramos seis: dos adultos y cuatro niños. Como familia no éramos muy de toquetearnos, tampoco era necesario. Dos camas dobles y una cuna en una habitación con una estufa de aceite: te tocabas aunque no quisieras. Lo último que deseabas eran unos buenos arrumacos. De todas formas, en invierno estábamos todos envueltos con capas hechas de abrigos viejos.
El alquiler era de unas seis libras al mes. Hasta hoy, cuando oigo un comentario rascista tipo, “mira esos pakis de mierda, ocho en una habitación” pienso “yo crecí así”. Y sé que también es el caso de la mayoría de mis vecinos de entonces. No pensábamos que aquello tuviera que ver en absoluto con el color de nuestra piel sino con la miseria.
Cuando Tom “el Mierdas” se murió, nos mudamos al local del bajo. Aquel hombre nunca tiraba nada así que imagínense el olor. Y el olor no se fue durante mucho tiempo porque allí estuvo muerto una semana sin que nadie lo advirtiera.
Desde pequeño tuve que acostumbrarme a limpiarles el culo a mis hermanos. Por pura necesidad, así eran las cosas. En mi barrio eso era muy corriente: había muchas personas que se hacían cargo de los más pequeños. Son valores comunales que por desgracia están desapareciendo. No lo digo en un sentido romántico o sensiblero, porque me imagino que antes de la Segunda Guerra las cosas eran así: “Yo te odio más que tu a mi”. No creo que entonces hubiera mucho espíritu comunitario, más bien ricachones por un lado y muertos de hambre por otro. Pero después de la guerra supongo que la comunidad se convirtió en otra cosa: tocaba juntarse porque no había otra manera de sobrevivir.
Mi madre siempre estaba enferma. Sufrió infinitos abortos y eso tampoco la ayudó. Supongo que por aquel entonces no se sabía mucho sobre métodos anticonceptivos. Una vez tuvo un aborto y yo era el único que estaba en casa. Teníamos parientes que vivían muy cerca, pero hay veces en la vida en que estás solo. Es muy fuerte llevar un cubo con el aborto y todo, había dedos y cosas así, y tener que tirarlo por el inodoro. No teníamos teléfono así que primero tuve que encargarme de todo eso y luego de ir a buscar al médico, que estaba bastante lejos andando.
Los Pistols recién se habían separado y con mi nueva banda no sabíamos de antemano cómo queríamos sonar, sólo que queríamos hacer algo diferente y no copiar lo que ninguno de nosotros había hecho en el pasado. Nos hubiera hecho sentir muy incómodos. El sonido se fue formulando en los primeros ensayos. Muy pronto escribimos la canción “Public Image”, que fue como el momento de mayor libertad, como escapar de golpe de la trampa de los Pistols. Concebimos y escribimos la canción en una sala de ensayo cerca del puente de Londres. El grupo me dio mucho espacio para que cambiara mi forma de cantar, para probar algo distinto que sintonizara con lo que estábamos haciendo. Quería declarar públicamente cuál era nuestro lugar en el mundo e intentar que no se me juzgase por lo que la publicidad decía, por las estupideces que había tenido que aguantar cuando estaba en los Pistols. Estaba a punto de distanciarme de todo eso y era consciente de que probablemente despertaría la animadversión del mundo oficial del punk, porque no respetaba los límites de su pequeño círculo. Pero la culpa era suya, no mía: para mi el punk no acepta puntos de vista autoritarios.
Fue un poco atrevido empezar con un tema llamado “Public Image”, que era también el nombre del grupo. El nombre lo había sacado de un libro precioso llamado The Public Image, de Muriel Spark. Es un libro muy breve pero con un argumento que está muy bien: cuenta cómo la publicidad convierte a una actriz normalita en una diva monstruosa que destruye a todo el mundo alrededor. No quería que eso me pasara a mi o a mi imagen.
En Public Image Limited (PiL) quería mantener a distancia mi faceta de Johnny Rotten. Me había instalado, completamente y de manera muy cómoda, en la de John Lydon y no necesitaba el escándalo para promocionar el disco. Nos haríamos un hueco por la calidad de lo que hacíamos y no por volumen de ventas. La palabra “limited” se refería a limitar nuestra imagen pública, a no permitir que los tabloides llegaran a nosotros, a que nuestra vida privada siguiera siendo privada, a trazar unos límites muy claros con la industria publicitaria y su avidez por los escándalos. Eso era exactamente lo que Malcolm McLaren había cultivado y que a mi me había parecido tan nocivo. Es perjudicial para la salud, de verdad que lo es.
Por alguna razón, en aquella época los Clash comenzaron a posicionarse como nuestra competencia. Un titular de Joe Strummer en el Melody Maker decía: “Vamos a ser más grandes que los Sex Pistols”. No me gustó nada y se lo dije. Si creo que una declaración va a provocar divisiones, lo digo, porque no me interesan nada los malos rollos. No me gusta esa actitud. No estábamos en la música para ser los primeros en las listas. Al parecer, Malcolm y Bernie, el manager de los Clash, se habían enfadado (el típico altercado entre viejos amigos) y Bernie trataba de utilizar a los Clash para vengarse. Algo muy tonto. Allí estaba yo, un chico, contemplando a dos adultos comportarse como idiotas. Lo peor era que algunos miembros de los Clash le seguían el rollo a Bernie. Bernie los atiborraba de doctrina política. Cada vez que Joe ha venido a verme a las distintas casas en las que he vivido (incluso una muy lejos, en Edmonton) ha tenido en las manos un libro marxista que estudiaba y anotaba. Luego quería ver las noticias de las seis, pero en vez de tomarse lo que decía la BBC con cierta distancia y ser capaz de leer entre líneas, oía los titulares y se “inspiraba”. No me gustaba. Me caían bien Joe y también Paul. Mick era el típico tipo superalegre pero Bernie los adoctrinaba con discursos de sindicato de estudiantes: “Declara la guerra a la sociedad, etc”. Si querías pasárterlo bien una noche o conocer gente interesante, mejor no ir a un concierto de los Clash. Estaba lleno de cerebritos con ganas de aprender. Joe siempre había sido muy agradable, pero en cuanto se empezó a tomar a The Clash en serio, se convirtió en un tipo antipático. Se notaba que quería colgarse una medalla. Se pasó de la misma manera que Hemingway se pasó. Su arrogancia me resultaba repulsiva. Los Clash tenían un punto de vista muy burgués, igual que su público. Los periodistas estirados los adoraban. Prepararon el terreno para los que yo llamo parásitos, es decir, bandas que iban a dos mil por hora y no paraban de gritar. Esa gente nunca me ha interesado.
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