EUGENESIA, EUTANASIA Y FASCISMO
Las malas hierbas
Por Daniel Link
Los analistas que insisten en señalar los peligros de la continuidad entre el polo fascista y el polo democrático del Estado no lo hacen porque les guste a toda costa desacreditar las democracias modernas sino porque encuentran evidencias históricas como para sospechar que el mal puede anidar en cualquier parte.
En el siglo XIX, Claude Bernard (1813-1878) sienta los fundamentos de la fisiología moderna. Casi al mismo tiempo, Francis Galton (1822-1911), su contemporáneo y primo de Charles Darwin, el famoso naturalista que aniquiló para siempre la antropología cristiana (y toda idea de redención que pudiera asociarse con ella), propone el término eugenesia para designar a una ciencia cuyo objetivo sea “el mejoramiento de la raza”.
La eugenesia prefascista crece rápidamente al calor de las biopolíticas modernas: políticas alimentarias, sistemas de salud social y, sobre todo, legislaciones sobre la reproducción comienzan a integrar la “agenda” de los estados europeos.
En 1920, dos médicos alemanes, Karl Binding y Albert Hoche, publican La autorización para suprimir la vida indigna de ser vivida (Leipzig, Meiner), un panfleto probablemente bienintencionado en que los dos especialistas en salud social proponen el concepto de lebensunwertes Leben (vida indigna de ser vivida) como justificación de la eutanasia, cuya discusión está hoy tan de moda en Europa (donde, por un lado, acaba de ser absuelto el marido de Elena Moroni, la maestra a quien desconectó de la máquina de reanimación que la mantenía con vida, y por el otro, la corte de Estrasburgo negó a Diana Pretty el derecho al suicidio asistido).
El concepto (abominable) de lebensunwertes Leben (vida indigna de ser vivida) fue la herramienta central de la biopolítica alemana de entreguerras.
Las principales leyes eugenésicas del Reich son de las primeras que Hitler ordena promulgar (y no puede ya sorprendernos una prisa semejante, si entendemos que el Estado nacionalsocialista, antes que racista fue sobre todo, eugenésico), en julio de 1933. Se trata de una ley (acompañada de seis decretos reglamentarios) de esterilización (voluntaria o forzada) cuyo objetivo es precisamente prevenir la propagación de los brotes de vida indigna. En octubre de 1935, el Reich sancionó una “Ley para la defensa de la salud hereditaria del pueblo alemán” que prohíbe el casamiento cuando uno de los prometidos padezca “una enfermedad contagiosa” o “hereditaria” (imbecilidad congénita, esquizofrenia, locura maníacodepresiva, epilepsia, baile de San Vito hereditario, ceguera o sordera hereditarias, graves malformaciones físicas hereditarias).
Paralelamente, las que se conocen como “leyes de Nuremberg” (de 1935) legislaban sobre la situación legal de personas biológicamente indeseables para el Estado y el pueblo (judíos y otras malas hierbas).
Lo que hay comprender, en este ajustado panorama, es la lógica férrea que el nacionalsocialismo aplicó en pos de una política eugenésica aceptada en el concierto de las naciones civilizadas. Una vez consensuada la idea (moderna) de que la raza debe ser mejorada y de que eso es un objetivo científico, y una vez asimilados los programas de esterilización como una solución moralmente compatible con los ideales de progreso de la raza, ¿por qué detenerse? Ahí estaba el concepto de lebensunwertes Leben para legitimar la eutanasia (que, entre 1940 y 1941, permitió sacrificar a sesenta mil personas, niños y adultos) y, luego, para eliminar todo aquello que pudiera perturbar la Gesundheit des Volkskörpers (salud del cuerpo del pueblo): por ejemplo, las razas indignas. Baste recordar la célebre frase de Hitler, uno de los paladines de la facticidad biológica: “Los judíos constituyen una raza, pero no son humanos”.
Como señaló el Dr. Berger durante los solemnes funerales de Viena (ver recuadro aparte), el nacionalsocialismo se limitó a darle fuerza de ley a algo que estaba ya en la lógica de la ciencia y ése tal vez sea el mayor desafío a las relaciones entre ciencia y Estado en las democracias actuales.