Domingo, 10 de abril de 2005 | Hoy
Cuando Rousseau, ya anciano, releyó su Contrato social, el acontecimiento literario, según Sartre, fue la conciencia del ginebrino de que no podría haberlo escrito en ese nuevo presente ni en ningún otro tiempo, aunque siguiesen coincidiendo ideas, oficio y autor para tal obra. La literatura es, en cada ocasión, un silencio roto una única vez, intransferible, como tensión de libertad entre dos, que “compromete al universo”. El Sartre que desembocará más tarde en ese legendario prólogo de gelignita y mecha encendida con el que se presenta Los condenados de la tierra, del psiquiatra y militante argelino Franz Fanon, es un Sartre insustituible: el Sartre de un tiempo descolonizador. Aunque el trayecto hacia esas páginas ya hubiera surgido de manera definitiva al fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando la catástrofe le permitió descifrar el uso nuevo de las palabras destrozadas a pólvora, pero por eso mismo, para el francés, ya sin resguardos normativos y reutopizadas.
En la segunda mitad de los ’40 se afirmó el Sartre que aquí, en el sur intelectual, se inscribirá de manera más indeleblemente política: el Jean-Paul Sartre político de sí mismo, en una composición singular –para Occidente– que redibujó la relación entre izquierda, pensamiento y revolución socialista. Sartre descifró un neo-uso drástico de la literatura al advertir que la gran tradición literaria caminaba hacia su muerte definitiva en aquella geografía de espanto y millones de muertos. Pero también a causa de una cultura post-bélica americanizada, donde el consumo de un nuevo periodismo, el cine de masas de Hollywood y la radio, redescubierta por el nazifascismo, edificaban desde el ‘45 un mundo cotidiano de efectos sobre públicos alterados. Una marcha inexorable que obligó a Sartre a pensar por qué, para quién y qué escribir desde una palabra “despoetizada”, en el cabal significado del término.
Como cortando en dos la crónica de la escritura europea en pleno duelo bélico y cuando los parisinos comían casi solamente puerro, Sartre propone una palabra instrumento, interesada: una palabra-acción. Algo similar –siente el francés– a lo que hubiese sido escribir públicamente el monólogo interior de Francia cuando estaba ocupada por Hitler. Sartre no planteó su escritura en relación con el Holocausto, como en esos mismos años pensó Theodor Adorno, por ejemplo. Ambos conjeturan, y divergen, sobre los desechos modernos de la lengua, entre ciudades muertas.
Mientras el teórico de Frankfurt trabaja sobre un testimonio de Auschwitz decapitado por la incapacidad de testimoniarlo, sobre la imposibilidad de las imágenes que den cuenta, y piensa una lengua ya imposible que no repita la lengua de la barbarie, Sartre, desde esas mismas ruinas narrativas, lee otra escena ética: piensa que todo es decible en términos políticos, precisamente porque lo que quedó es la palabra que no se dijo cuando el mundo estuvo bajo las garras de la esvástica. Una palabra postergada, entonces, como nueva conciencia lúcida de “la maquinaria” de la muerte (guerras sociales y lingüísticas capitalistas que reúnen adversarios, enemigos, clases, uniformes). Para Sartre, el drama de la situación del hombre en la historia siempre tiene al menos dos actores simbólicos: un soldado opresor y un partisano antifascista. Dos hombres armados y una opción, una libertad actuada o no actuada. No una víctima inaudita y absoluta en el silencio concentracionario, en la ausencia de todo dios.
Desde esa comprensión, Sartre le plantea a la izquierda marxista crítica de principios de los ’50 cuál es el mundo de la post-ocupación militar: no el filosofado desde la Solución Final irreversible que ponía fin a todo sueño de la modernidad, es decir, al sueño de la revolución. El francés redibuja en cambio un conflicto, una inteligibilidad, que encuentra como protagonistas –como referentes esenciales– al invasor, al ocupante, al prisionero, al resistente, al colaboracionista, a la tortura, todos ellos para una época donde “nunca los comunistas fueron tan poderosos” (en Francia, Italia, el Este) y “nunca la revolución estuvo tan lejana”.
Es interesante pensar cómo esta lectura sartreana del drama contemporáneo, y la índole del compromiso literario político-intelectual que acarreaba (donde escribir era revelar el mundo y proponerlo como tarea), desembocará quince años más tarde, en 1961, en el prólogo al Fanon de Los condenados de la tierra. La escena será la misma de aquella de posguerra, ahora transportada al Africa. Esa interpretación del estado de cosas culturales acompañó con vigor el último gran tramo de la cultura de la revolución en el mundo, hasta mediados de los ‘70.
Capitalismo, colonialismo, nazismo, fascismo, stalinismo, gaullismo, exigían para Sartre el cambio drástico de un yo comprometido con la transformación histórica. De un “yo” extensivo, de un “yo” mítico, silvestre, responsable, blanco: podría decirse que este yo (autor-lector), yo lingüístico, fue la gran construcción predicante de un Sartre crítico de sí mismo, del europeo, del hombre de izquierda, de nosotros. Esto es: el fin de un yo “enfermo, demasiado enfermo”, nunca inocente sino “sucio”, hipócrita, cómplice de todas las criminalidades. “Un rostro odioso: el nuestro”, dice Sartre a fines de los ‘50, poniendo en obra un teatro de la historia donde víctima y verdugo siempre constituyen una sola imagen, “nuestra imagen”, que hay que hacer estallar como las bombas de los comandos de liberación argelinos: como actos –argumentaba Sartre en 1958– que “jamás pueden ser asimilados a una práctica terrorista”.
Es importante comparar hoy la pregunta irrenunciable de Adorno en los ‘60 –“qué, después de Auschwitz”: cómo poetizar, educar, pensar la protesta y la resistencia después de la Shoah– con el credo sartreano de aquel entonces. Las acusaciones del frankfurteano contra “el fascismo de izquierda” que percibió en el alumnado berlinés protestatario del ‘68, su rechazo a derivar sin más una idea teórica a la praxis callejera, o la bella estudiante alemana que interrumpió su disertación para mostrarle contestatariamente sus senos al aire, exponen una lectura ingrata pero lapidaria de Adorno sobre la modernidad civilizatoria, el siglo XX, sus ideologías, utopías y experiencias. Posiciones adornianas de alta negatividad que hoy, pasadas tres décadas, parecieran más vigentes que las de un Sartre que con habilidad –para muchos, oportunismo–, en ese mismo ‘68 pero en París, dialogó con Dany Cohn-Bendit en un teatro Odeón colmado, para apoyar sin reserva y entre aplausos de los alumnos esa imprevista nueva izquierda contracultural y anticapitalista que paralizó a Francia.
Este itinerario sartreano del compromiso de la palabra revolucionaria toca de lleno a América latina (en el caso argentino, sobre todo a las vanguardias ligadas al peronismo) con su prólogo al Fanon de Los condenados de la tierra y la experiencia anticolonial musulmana. Esa intervención introductoria de Sartre permitió la elaboración de la figura de un yo intelectual fundido míticamente con ese otro “yo”, ese sujeto “pueblo en armas” por el cual Sartre terminó de aterrizar en el mundo tercero con una experiencia no clasista leninista sino populista, de liberación nacional. Fanon es leído y entendido, entre nos, absolutamente bajo esa clave del preludio sartreano, en su planteo de la violencia imprescindible que implica el ejercicio colectivo del combate armado para modificar el lenguaje, la humanidad y el ser histórico del colonizado. Frente a las teorías universales europeas, decía Sartre, la lucha nacional es una originalidad absoluta. Por eso la tarea del intelectual consistía en pasar de las tutorías mentales colonialistas y “humanistas” a una nuevalógica extrema, a través de la cual Sartre toca el máximo paradigma de violencia en su biografía político-filosófica, leyendo precisamente la situación colonial. Encrucijada donde “nosotros” –dice–, la izquierda bien pensante, es el colonialismo, en contraste con “el arma del combatiente que es su humanidad. Matar a un europeo es suprimir a un opresor y a un oprimido, quedan un hombre muerto y un hombre libre”.
Como él había imaginado a Rousseau, podríamos imaginarnos al viejo Sartre veinte años después de ese 1961: no podría haber escrito ese prólogo en otra circunstancia que aquélla. Pero ahí está su letra en las páginas, en esa extraña experiencia que adquiere “el pasado” en la historia de las ideas.
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