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Domingo, 10 de abril de 2005

Teatro y filosofía

Por Horacio González

Dicen que una vez que fue Zizek a la Biblioteca Nacional se rompieron los vidrios de una puerta ante el empuje de las personas. Cuando vino Derrida al Cervantes (yo estaba allí) encontré todo tranquilo, pero leí luego en el diario que afuera se habían roto las vitrinas de la entrada. Un aglomeramiento, también. Fui asistente de una conferencia de Habermas en el Teatro San Martín: puedo recordar largas filas, gente afuera, apretujones. ¿Y la conferencia? Nada del otro mundo, lectura monótona de un paper, aunque sobre Wim Wenders y el cine alemán de posguerra. En el medio, ataque moderado de Habermas a Heidegger. ¿Por qué no habrán escrito teatro estos autores? Sartre escribió teatro, pero como nunca vino a la Argentina (con sus vidrieras y tribunas receptivas) ahorró preocupaciones en materia de puertas, cristales y mampostería.

En cierto momento era posible ver en Buenos Aires (y otras ciudades argentinas) Los secuestrados de Altona o Las manos sucias. ¿Es posible esa fusión entre teatro, literatura y filosofía? Sartre la hizo posible a un costo muy alto, no podía dejar de ser un humanista. El sospechado Heidegger, que desmenuzó y sustrajo las piezas internas del humanismo para capturar las más oscuras prácticas del pensamiento activo, pudo perdurar. No generó idiomas para las ciudades sino para el desmantelamiento redentor de los textos. Sartre desapareció con los actores y directores de teatro que lo pusieron en las tablas, y con el mundo soviético que lo desvelaba y sometió a crítica con su “filosofía teatral” en Cuestiones de método y tantos otros escritos.

Pero el hombre de las ciudades sólo tiene que extrañar a Sartre. No se lo lee hoy sino como efecto de un extrañamiento, y si es posible imaginar algo más, como una filosofía que había que ir a ver a las salas teatrales en ese momento y no más. Jugaba a ser un desterrado cuando se esfumara su presente vivo. Vivía en cuanto era representado, dejando una coleta de ilusión visual en la memoria del espectador. Esa adición ilusa en la memoria es ahora la Buenos Aires de las revistas Contorno o El Grillo de Papel, del John William Cooke “existencialista” y de la revista Les Temps Modernes comprada en la librería Galatea, uno de cuyos célebres números –sobre la Argentina 1982– dirigieron David Viñas y César Fernández Moreno.

Recién ahora se puede releer debidamente la formidable crítica que en 1944 hace Sartre de la poesía de Francis Ponge o la ardua fenomenología de un programa de radio en los capítulos avanzados de la Crítica de la razón dialéctica. El teatro lo proyectó y de repente lo convirtió en un material envejecido para millares de espectadores. Su filosofía se resintió, se descascaró haciéndose “de época”. ¿Vetusta? No; es que Sartre siempre puede leerse con tal que soñemos, a la distancia, el resquebrajarse de unos vidrios en la entrada del teatro.

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