Domingo, 4 de diciembre de 2005 | Hoy
UN FRAGMENTO DE UNA MUJER EN BERLíN
En la calle di algunos sorbos. En casa me llené el estómago de puré de sémola y a continuación engullí un pedazo de pan. En teoría estoy satisfecha como hacía mucho tiempo que no lo estaba. En la práctica me atormenta un hambre bestial. Por comer me he convertido en una persona hambrienta de verdad. Ciertamente existe una explicación científica para este hecho. Parece que la comida excita la secreción gástrica y predispone los jugos para la digestión. Y cuando éstos se disponen a cumplir su cometido, resulta que el proceso termina abruptamente debido a la escasa ingesta. Entonces los jugos gástricos protestan.
Revolviendo entre los escasos restos de la biblioteca del dueño de la casa (también encontré allí la libreta sin usar en la que estoy escribiendo ahora mismo), abrí una novela al azar. Ambiente nobiliario inglés; en ella la siguiente frase más o menos: “... arrojó una mirada fugaz sobre su intacta comida, se levantó y se fue de allí...”. Ya había avanzado unas diez líneas más en la lectura cuando volví a ese pasaje como atraída por una fuerza magnética. La leí quizás una docena de veces y me sorprendí arañando las letras con las uñas como si pudiera entresacar esa comida –prolijamente descrita con anterioridad– desde la letra impresa. Vaya locura. Es el comienzo de una demencia leve por hambre. Es una lástima no poder verificar esta suposición en la novela Hambre escrita por Hamsun. Incluso si no hubieran bombardeado mi casa, tampoco poseería yo el libro. Hace más de dos años me lo robaron en el metro. Lo llevaba en la bolsa de la compra envuelto con una cubierta de fibra de rafia. Al parecer, el ladrón lo confundió con la cartilla de racionamiento. ¡Pobre! ¡Qué decepción debió de llevarse! Por cierto, ésa sería una historia que le habría gustado a Hamsun.
Esta mañana en la panadería circulaba este rumor: “Cuando vengan se llevarán todos los comestibles de las casas. No nos darán nada. Han acordado que los alemanes pasemos hambre durante ocho semanas al menos. En Silesia la gente sale ya a los bosques a cavar en busca de raíces. Los niños la palman. Los viejos comen hierba como las bestias”.
Hasta aquí la opinión popular. Nadie sabe nada. Ya no hay reparto del Völkischer Beobachter. Ya no hay ninguna señora Weiers que venga a leerme durante el desayuno las líneas de la infamia en negrita. “Deshonrada una anciana de setenta años. Monja violada veinticuatro veces.” (Pero ¿quién iba contando las veces?) Así son los titulares. ¿Pretenden acaso incitar a los hombres de Berlín a protegernos y defendernos a nosotras, mujeres? Qué ridículo. Lo que de verdad consiguen así es que miles de mujeres y de niños indefensos huyan hacia el oeste por las carreteras de evacuación donde con toda probabilidad morirán de hambre o reventarán por el fuego de las ametralladoras. Al leer le brillaban los ojos a la señora Weiers y se le abrían mucho. Algo en ella gozaba con el horror. O quizá su subconsciente se alegraba de que no le hubiera tocado a ella. Pues tenía miedo, y quería marcharse a toda costa. No la he visto desde ayer.
La radio lleva cuatro días muda. Una y otra vez nos damos cuenta de los objetos de dudoso valor en sí, son valiosos siempre y cuando haya una conexión o un enchufe. El pan tiene un valor absoluto. El carbón tiene un valor absoluto. Y el oro es oro en Roma, Perú o Breslau. En cambio la radio, la cocina de gas, la calefacción central, el hornillo eléctrico, todos esos grandes regalos de la era moderna no son más que un lastre inútil en cuanto falla la central. Nos encontramos en estos momentos de regreso a siglos pasados. Somos habitantes de las cavernas.
La gente del refugio de esta casa está en cualquier caso convencida de que su cueva es una de las más seguras. Nada más ajeno que un refugio ajeno. Ya hace casi tres meses que vengo a éste y, sin embargo, me sigo sintiendo forastera. Cada refugio tiene sus tabúes, sus manías. En mi antiguo refugio tenían la manía del aprovisionamiento de agua en previsión de incendios. Por todas partes chocabas con jarras, cubos, ollas, bidones llenos de agua sucia. No obstante, la casa acabó ardiendo igual que una antorcha. Toda aquella agua sucia sirvió lo mismo que un escupitajo.
La señora Weiers me contó que en su refugio campea la manía del pulmón. Nada más caer la primera bomba se inclinan todos hacia adelante y respiran mínimamente al tiempo que presionan las manos contra el pecho. Alguien les dijo que eso impedía desgarros pulmonares. En este refugio de aquí tienen la manía del muro. Todos se sientan apoyando la espalda en el muro exterior. Unicamente hay un hueco libre en esta serie, bajo la rejilla de ventilación. En los bombardeos se añade a ésta la manía del pañuelo: todos sacan un pañuelo preparado para la ocasión, se cubren con él la nariz y la boca, y se lo anudan en la parte posterior de la cabeza. Eso no lo había visto yo en ningún otro refugio. No sé para qué puede ser útil el trapo este. ¡Pero si se sienten mejor así...!
Ahora mismo acabo de escuchar el relato de una mujer de cuarenta años hablando sobre el bombardeo que ha sufrido en el barrio de Adlershof. Ha tenido que refugiarse aquí, en casa de su madre. Una bomba estalló en el jardín de los vecinos y destruyó también su propia casa, en la que había invertido los ahorros de su vida. El cerdo que estaban cebando saltó por los aires más arriba del cabrio. “No quedó ni para probarlo.” El matrimonio vecino también estiró la pata. Reunieron los restos de sus cadáveres entre los escombros de la casa y la tierra levantada del jardín..., bueno, los escasos restos que hallaron. Fue un funeral bonito. Un coro de voces masculinas del ramo de la sastrería cantó junto a la tumba. El final fue, de todas formas, muy apresurado. Las sirenas se pusieron a aullar justo en mitad de la plegaria Gottes Rat. Los sepultureros tuvieron que soltar el ataúd bruscamente. Se oyó un golpe seco en su interior. Y ahora el chiste gracioso. La narradora sonrió mostrando los dientes en su, hasta el momento, poco graciosa historia: “E imagínese..., la hija se pasa tres días después por allí y se pone a buscar en el jardín mirando a ver si había algo aprovechable todavía, cuando de pronto, tras el bidón para el agua de lluvia, se encuentra con un brazo de papá”.
Algunos soltaron una carcajada breve; la mayoría, no. ¿Abrirían la tumba para dar sepultura al brazo?
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