La autora del relato cuenta las dificultades de escribirlo y cuáles fueron las repercusiones entre los vaqueros de Wyoming.
› Por Annie Proulx
El principio de los ’60 parecía el período adecuado para ambientar el relato. Los personajes tenían que haber crecido en ranchos áridos y aislados y ser claramente homófobos, especialmente el personaje de Ennis. Ambos querían ser vaqueros, formar parte del gran mito del Oeste, pero las cosas no salieron como querían. Ennis nunca llegó a ser más que un rudo peón de rancho, y Jack Twist eligió el rodeo como expresión de su espíritu vaquero. Ninguno de los dos llegó a destacar y se conocieron pastoreando ovejas, animales que la mayoría de los auténticos vaqueros desprecia. Aunque no eran verdaderamente vaqueros (los que trabajan en los ranchos utilizan a menudo la palabra vaquero con sorna), los críticos urbanos lo etiquetaron como un cuento sobre dos vaqueros gays. No. Es una historia sobre la destructiva homofobia rural. Aunque hay muchos lugares en Wyoming en los que hombres gays han vivido y siguen viviendo en armonía con la comunidad, no hay que olvidar que en 1998, un año después de que se publicara este relato, ataron a Mattew Shepert a una cerca de las afueras de la ciudad más culta del Estado, Laramie, la sede de la Universidad de Wyoming. También hay que pensar que Wyoming tiene la tasa de suicidios más alta del país y que entre las personas que se matan predominan los hombres solteros de avanzada edad.
Me pareció que la única base posible para esta historia era el amor, algo que todos los humanos necesitamos recibir y dar, sea a nuestros hijos, a nuestros padres o a un amante del otro o del mismo sexo. Quería explorar el amor duradero y el alto precio que se puede pagar por él, el rechazo homófobo y la no aceptación de uno mismo. Sabía que era una historia cargada de tabúes, pero me sentía empujada a escribirla.
En los meses siguientes, a medida que trabajaba la historia, las escenas aparecían y desaparecían (corregí el relato más de 60 veces). El encuentro en la montaña tenía que ser, podríamos decir, seminal y breve. Una primavera, años antes, estuve en los Big Horns y en la distancia vi rebaños de ovejas sobre las grandes laderas vacías. Desde las alturas podían abarcarse centenares de kilómetros. En unas montañas tan aisladas, alejados de comentarios oprobiosos y de ojos vigilantes, pensé que sería creíble que se diera una situación sexual entre los personajes. No es nada nuevo o extraordinario; la gente que trabaja con el ganado tiene una comprensión cruda y completa del comportamiento sexual del hombre y la bestia. Una situación de soledad en las alturas, un par de tipos, a veces se impone el sentido práctico, nadie tiene por qué hablar de ello y así son las cosas. Un viejo ranchero de ovejas, ya muerto, decía que siempre mandaba a dos hombres a cuidar de las ovejas: “Así, si se sienten solos, se pueden coger el uno al otro”. Visto así, Aguirre, el hombre que los contrató, podría haber guiñado el ojo y no haber dicho nada, y el comentario de Ennis a Jack de que aquello no iba a repetirse podría haber sido cierto. El factor que lo complica todo es que entre ellos surgió un amor de los que se dan una vez en la vida. Me esforcé en darle profundidad y complejidad a Jack y Ennis y en reflejar la vida real al enfrentar ese amor a las normas sociales que ambos hombres obedecían. Ambos se casan y son padres, aman a sus hijos y, en cierto modo, a sus mujeres.
Muchos gays se casan y tienen hijos y son buenos padres. Como es una historia rural, la familia y los hijos son importantes. La mayoría de las historias (y muchas películas) que he visto sobre relaciones gays tienen lugar en escenarios urbanos, nunca hay niños en ellas. A los gays de pueblo que conozco les gustan los niños, y si no tienen hijos propios suelen tener sobrinos y sobrinas que ocupan un espacio muy grande en sus corazones. El hecho de que ambos personajes se casen con mujeres amplía la historia e introduce a dos jóvenes esposas que, desde su inocencia y feliz confianza, van a recibir unas lecciones verdaderamente duras sobre la vida. Alma y Lureen le dan al relato una dimensión universal, pues los hombres y las mujeres se necesitan, a veces de forma inusual.
Este fue un relato difícil de escribir; a veces me llevó semanas encontrar la frase o la descripción adecuada para algunos personajes concretos. La escena más difícil fue el párrafo en el que, estando en la montaña, Ennis abraza a Jack y se mece con él mientras canturrea, un momento en el que se mezcla la pérdida de la infancia y su negativa a reconocer que tiene a un hombre entre sus brazos. Tardé una eternidad en escribir este párrafo exactamente como quería, y puse incontables veces la canción “Spiritual”, del disco de Charlie Haden y Pat Metheny Beyond the Missouri Sky (Short Stories), tratando de dar con las palabras adecuadas. Estaba intentando describir los incipientes sentimientos de Jack y Ennis, la triste imposibilidad de su relación, que para mí hallaba su expresión en esa música. Hasta hoy soy incapaz de escuchar esa canción sin que Jack y Ennis aparezcan ante mis ojos. Los retazos con los que se construye una historia provienen de muchos armarios.
Yo era una escritora que se estaba haciendo mayor, que se había casado demasiadas veces y, aunque tenía algunos amigos gays, había ciertas cosas sobre las que tenía dudas. Hablé con un ranchero de ovejas para asegurarme de que era históricamente correcto que un par de chicos de rancho blancos cuidaran rebaños a principios de los sesenta. En aquellos años, los trabajos escaseaban en Wyoming y hasta se contrataba a parejas casadas con hijos para pastorear ovejas. Uno de mis más viejos amigos, Tom Watkin, con quien una vez publiqué un periódico de pueblo, estuvo leyendo y comentando el relato a medida que lo escribía. Yo pensaba demasiado en esta historia. Se suponía que era Ennis quien soñaba con Jack, pero yo soñaba con ambos. Aún no me había distanciado del relato cuando se publicó en The New Yorker el 13 de octubre de 1997. Esperaba recibir cartas escandalizadas de personajes religiosos o moralistas, pero en lugar de eso las recibí de hombres, bastantes de los cuales eran peones de rancho de Wyoming y vaqueros y padres que decían: “Has contado mi historia” o “Ahora entiendo lo que ha tenido que pasar mi hijo”. Aún hoy, ocho años después, recibo esas desgarradoras cartas.
Me resultó turbador ver la película. No estaba preparada para el impacto emocional que recibí cuando la vi. Los personajes regresaron estruendosamente a mi cabeza, más grandes y fuertes de lo que jamás habían sido. Ahí estaba el tema que a los escritores no les gusta reconocer: hoy día, el cine puede ser más intenso que la palabra escrita. Sentí que, igual que los antiguos egipcios sacaban el cerebro del cadáver por las fosas nasales con un fino gancho antes de la momificación, el reparto y todo el equipo de la película, empezando por el director, habían entrado en mi mente y extraído imágenes. Tuve esa sensación especialmente con Heath Ledger, que conocía mejor que yo lo que Ennis sentía y pensaba. Su intimista interpretación de ese chico de rancho con una dolorosa necesidad de cariño crece de una forma tan poderosa que asusta. Resulta escalofriante ver situaciones que una ha imaginado en la privacidad de su mente, y ha intentado desesperadamente transmitir a los demás a través de pequeñas marcas negras sobre un papel, alzarse ante una en una experiencia visual deslumbrante. Me di cuenta de que yo, como escritora, estaba experimentando un viaje cinematográfico de lo más infrecuente: no habían destrozado mi historia, sino que la habían agrandado transformándola en apasionantes imágenes que agitaban la mente y encogían el corazón.
Aparte del paisaje, del virtuosismo de las interpretaciones, del extraordinario y sutil trabajo de maquillaje con el que envejecen veinte años a estos dos jóvenes, hay una acumulación de pequeños detalles que le da a la película autenticidad y credibilidad: las uñas sucias de Ennis en una escena amorosa; el viejo cartel de carretera “Límite de Wyoming”, que no se ha visto ahí desde hace décadas; la tripita que le sale a Jack a medida que se hace mayor; la mancha de esmalte de uñas que vemos en el dedo de Lureen durante la dolorosa escena del teléfono; el perfecto peinado texano de su madre; Ennis y Jack compartiendo un porro en lugar de un cigarro en los años setenta; las camisas intercambiadas; la cafetera de esmalte descascarado... se acumulan y nos convencen de la autenticidad de la historia.
La gente tal vez ponga en duda que dos jóvenes se enamoren en unas montañas nevadas, pero todos se creen la cafetera descascarada, y si la cafetera es auténtica, lo demás también lo es.
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