Dom 21.01.2007
radar

El arte de mirar

› Por German Gargano

Gorri fue un rara avis, una persona muy especial para todos. Un tipo de una generosidad sin dobleces, de una actitud muy vital y franca.

Lo conocí a fines del ‘82. Es decir, ahí fue cuando lo conocí físicamente: nos habíamos conocido antes por correspondencia, cuando yo estaba detenido, durante la dictadura: así fue como empezó a enseñarme pintura. Al salir, fui a su taller y luego la relación se extendió a todos los órdenes de la vida. Estábamos siempre en frecuencia.

Pero además de tener una profunda ternura, siempre fue una persona sin concesiones. En la última muestra se notaba que cada vez ahondaba más, que sacaba cada vez más y más de sí. Ahí está el cuadro El pintor y su sombra, que estuvo colgado tras su féretro –lo elegimos especialmente para que estuviera allí, con Sylvia, su mujer, con Raúl Santana y con otros de sus amigos que estuvimos ahí– y que es de los más recientes y uno de los mejores.

Gorri decía siempre que la pintura es la relación que uno establece con las cosas y con el mundo: no miraba la vida como se mira un cuadro sino que miraba un cuadro como se mira la vida. Esto es muy importante para estar metido en lo que uno hace e ir siempre más allá del propio límite. Superar el propio límite y a la vez ser quien uno es: suena paradójico, pero su pintura es eso también. A Gorriarena no se lo podía camelear. Cuando algo venía muy bien armado o demasiado correcto, en las charlas –sobre cualquier cosa, sobre temas cotidianos– él siempre introducía algo que lo desbarataba todo. Uno estaba obligado a hablar en serio de las cosas, aunque estuviéramos charlando en joda. Las polémicas con él eran profundas; podían ser brutales pero nunca eran hirientes. Una vez un amigo presenció una discusión muy fuerte y preguntó: “¿Siempre discuten así? Porque si es así, invítenme”. Todo un restaurante podía levantarse para mirar una discusión. Pero era como el box: terminaba la pelea y la relación no se había resentido en nada. Eso es algo que genera mucha vitalidad. Gorri nunca era complaciente, y siempre dejaba una semilla. Todos fuimos tocados de un modo u otro por él.

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