EL ENIGMA DE OTRO MUNDO, DE JOHN CARPENTER
› Por Mariano Kairuz
En La amenaza de otro mundo, una película de 1958 que se suele contar entre los dos antecedentes más directos de Alien, el octavo pasajero, una sola línea de diálogo expresa el principio por el que el monstruo cinematográfico iba a pasar de ser un artilugio fantástico a ser el corazón mismo del cine de terror de los siguientes veinticinco años. La amenaza... tiene, en efecto, bastante de Alien: tripulación encerrada en nave espacial con bicho extraterrestre –antropomórfico pero de jeta muy muy fea– salvajemente depredador. Todo transcurre durante la misión de rescate de un cohete donde todos los hombres menos uno han sido exterminados. Nadie le cree al sobreviviente, que se ha convertido en el único sospechoso. Con la calavera agujereada de una de las víctimas en la mano, el jefe de la expedición de rescate le dice: “Sólo conozco a un monstruo que usa balas”.
Y sí, a esta altura será una obviedad, pero las películas de monstruos –al menos las más memorables– son básicamente fábulas morales. La amenaza... finalmente se deforma y se convierte en otra película más en la que el monstruo es una cosa desconocida que viene de afuera y a la que sencillamente hay que aplastar; otro de esos avatares del cine de la Guerra Fría. Pero lo que importa es ese momento en que las circunstancias adversas ponen a prueba a un grupo de seres humanos que por lo general salen bastante menos que indemnes y terminan exhibiendo sus costados más miserables. En 1979, Alien extremó ese concepto de que el monstruo más peligroso es el hombre –la tripulación de la Nostromo se ve sometida a la feroz cacería por un bicho del espacio porque la corporación que los ha enviado de viaje decidió arriesgarlos en nombre de intereses “mayores”–- pero además, como fenómeno cinematográfico, les abrió la puerta a unos cuantos films de monstruos “para adultos”, el más importante de los cuales fue El enigma de otro mundo, de John Carpenter, en 1982.
The Thing, según su título original, está basada en el cuento “¿Quién anda ahí?”, de John W. Campbell Jr., que ya había sido filmado a principios de los ’50 con producción y una intervención muy activa de Howard Hawks. Carpenter quería devolverle a la historia el elemento más inquietante del relato original, que estaba ausente en aquella primera versión: la idea del monstruo camaleónico, el extraterrestre cuyas células imitan las de toda forma de vida terrícola, hasta pasar por uno más del grupo de humanos que conviven apretadamente en una claustrofóbica base en la Antártida. En El enigma... hay mostros deformes y prostéticos de cuño lovecraftiano (efectos especiales mecánicos pero de vanguardia para el ’82), alguna que otra bizarrada, pero lo que de verdad genera pánico y angustia son los momentos en que todo se vuelve hombres contra hombres. Esa escena en que el grupo de sobrevivientes se reúne sabiendo que uno de ellos va a intentar acabar con la vida de todos los demás: la desconfianza, la paranoia del infiltrado, como el mayor monstruo, el más destructivo de todos. Esa misma escena, cuando todos ya se han vuelto bastante locos, en la que se someten a pruebas de sangre para determinar quién ha sido infectado por el monstruo, y en la que alguno terminará con un tiro en la cabeza. Aunque se barajó darle un remate más heroico, al final todos mueren, como corresponde a la filosofía apocalíptica de Carpenter. Y queda confirmado que, detrás de tanto bicho de caucho, babas pegajosas y aberraciones carnosas, los únicos terrores verdaderos que quedan son el miedo a aquello que no podemos ver aunque lo tengamos delante de nuestros ojos, y, como siempre, al único monstruo que usa balas.
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