› Por Alicia Plante
ADN: “ácido desoxirribonucleico” decían los manuales de biología del colegio. Los dibujitos mostraban unas encantadoras espirales enroscadas que, desde 1953, se sabe que están en todas las sustancias que componen nuestro cuerpo, hasta en la más diminuta partícula de tejido, para distinguirnos a unos de otros, para dejar establecida de forma absoluta nuestra unicidad... y para darnos la cana. Hoy nadie discute el origen del que fue un bebé robado a su madre o la del padre que se lava las manos de su paternidad: el ADN y el código genético determinan nuestra filiación y nos identifican con la misma o mayor certeza que las huellas dactilares.
Casi se podría decir que está de moda. El ADN. Hasta los criterios jurídicos y las leyes se adaptaron para incorporar la evidencia que aporta. La televisión, por su parte, siempre alerta para aprovechar o provocar tendencias, muestra ahora en varias series made in USA hasta qué punto se transformó la investigación de un asesinato por el trabajo de los forenses. Tanto, que la identidad del asesino así obtenida pasó a ser un dato casi suficiente. Y parece razonable. Eso es lo que se busca después de todo. Saber quién fue. Quién lo hizo. Sin embargo, enseguida de lograr esa tranquilidad que viene de haber descubierto la verdad suprema, aparecen otras preguntas a las cuales, por fortuna, todavía estamos acostumbrados: ¿por qué? ¿Por qué lo hizo? Pero hay una respuesta que surge con insistencia en ciertas cabezas, tal vez para justificar o celebrar el método empleado: ¿Qué más da por qué?, tenemos al culpable, las pruebas lo señalan y lo único que cuenta es llegar a poner el blanco y frío dedo de la Justicia sobre su frente...
El móvil detrás de un crimen fue siempre un elemento fundamental en su esclarecimiento. Bueno, hoy también. En realidad, a nivel judicial puede complicarse mucho la condena del culpable si no se lo devela. Pero mientras tanto, convengamos en que la solución de un caso ya no depende de las deducciones del investigador, Sherlock Holmes fue, el factor humano no condiciona más la interpretación de los datos, y los recursos forenses actuales, tan asépticos, no cometen errores: el microscopio electrónico, las reacciones químicas, la computadora... la evidencia es incuestionable y la tentación es grande: ¿para qué seguir adelante?
Más aún, las pruebas que hoy se buscan también son novedosas: además de las tradicionales huellas dactilares y otros rastros, se procuran fibras, polvo, sustancias que no corresponden al lugar, que quizás fueron introducidos allí por el asesino y que serán analizados luego... Pero sobre todo se rastrea otra cosa: partículas de piel bajo las uñas de la víctima, esperma, cabellos ajenos, uñas rotas, saliva en el borde de un vaso o en una colilla, sangre, sudor, lágrimas... ¡ADN! Los blancos astronautas enguantados que vemos en la televisión lo registran todo en la meticulosa recolección de pruebas: ¡No embarren la cancha! Lo único que los precede es la verificación médica de que la víctima ha entrado incuestionablemente en la desprestigiada categoría de fiambre.
Hoy casi nadie se devana los sesos comparando beneficios, provocando reacciones que dejen aflorar violentas pasiones disimuladas, midiendo los réditos que deja la muerte del muerto o el poder que estaba en juego en torno de su vida; los interrogatorios ya no son lo que eran, las coartadas falsas, las mentiras, se desploman solas frente a las pruebas desapasionadas de los laboratorios. Si fue un acceso de desesperación, si hubo un agravio ante el cual fracasaron las palabras y se desencadenó gradualmente la violencia, si al fin y al cabo el muerto se lo merecía... Pensar cuán ardua fue la tarea de juntar el cuerpo y el alma del hombre, concebirlo y comprenderlo como una sola cosa, simultánea e interdependiente, un ser que transpira de ansiedad, que tiembla de deseo, que descarga adrenalina de miedo, que se infarta de stress o fabrica un cáncer de soledad, un ser cuyo cuerpo se corromperá en la muerte pero que hoy metaboliza cada uno de sus sentimientos. Y después de un logro tan a contrapelo, hoy se los vuelve a separar: las emociones, los motivos que pueblan el alma del hombre que mata se vuelven secundarios al acto que se puede probar.
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