› Por Diego Fischerman
El susurro es una invención francesa. Como Carla Bruni. Poco importa que haya nacido en Turín; su educación sentimental, su manera de cantar en secreto, el veloz y amplio vibrato en el final de cada frase, tan à la Barbara, su forma de parecer sofisticada haciendo las cosas más sencillas, el coqueteo del arte con la frivolidad (o lo contrario) son franceses. Tampoco interesa, en todo caso, que en su nuevo disco, No promises, distribuido localmente por Random (igual que el anterior, quelqu’un m’a dit, en rigurosas minúsculas) cante en inglés y que los textos pertenezcan a poetas que escribieron en esa lengua. Eventualmente, en la tensión entre esos poemas de Emily Dickinson, W.H. Auden, Dorothy Parker o W.B. Yeats, esas músicas vagamente folk (americanas) y ese susurro francés, donde la ronquera asoma en cada sílaba sin terminar de declararse jamás, es donde radica uno de los encantos mayores de Bruni. Frank Sinatra fue quien descubrió las posibilidades del micrófono. Quien primero se dio cuenta de que ese artefacto permitía recrear la intimidad ante multitudes. Bruni, que no duda en aparecer en baby-doll en la portada del CD –eso sí, leyendo, presumiblemente, un libro de poesía– lleva esa posibilidad (o esa fantasía) de intimidad hasta el extremo de lo posible. Y más allá, si se piensa que lo suyo es de una virtualidad absoluta. ¿Cómo musitar sin ser inaudible? ¿Cómo hacer que esos murmullos y bisbiseos se impongan a una guitarra eléctrica que, a su manera, también toca en secreto? La relación entre las intensidades de los distintos sonidos que conforman el universo de Bruni es imaginaria. Pero lo verdaderamente interesante es otra cosa. Lo que hace que este disco trascienda la mera banda de sonido francesa para momentos íntimos (o la banda de sonido íntima para momentos franceses, si se quiere) es la naturalidad con que suena una estrofa como “And I’ll forget the way of tears / and rock and stir my tea / but oh I wish those blessed years / were further than they be”, en “Afternoon”, sobre un poema de Dorothy Parker. La fluidez con que esa frase magnífica –”y olvidaré el camino de las lágrimas”– se convierte en la letra de una canción que parece haber estado siempre allí, esperando.
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