Domingo, 6 de enero de 2008 | Hoy
Por Liliana Viola
Una exhaustiva enciclopedia de los grandes inventores e inventos del siglo XX debería incluir a Simone de Beauvoir: Fem. Existencialista. Francesa. Nacida a las cuatro de la mañana el 9 de enero de 1908 en un cuarto con muebles barnizados de blanco que, junto con una madre vestida de muselina verde que recurre con odiosa frecuencia a la expresión “eso es ridículo”, un progenitor distante, la nodriza complaciente, la muñeca Blondine y otros, contribuyeron a conformar desde temprano su condición de mujer.
Es la descubridora de una máquina revulsiva y revolucionaria con la que logró hacer frente a una angustiante limitación humana: “No tenemos la chance de mirarnos desde lejos”. Máquina que, por error, exageración u omisión, dejó al descubierto otras limitaciones menos sencillas de sortear, sobre todo en lo que respecta a la situación de las mujeres.
El artefacto diseñado por De Beauvoir también es conocido como escritura. Literatura autobiográfica, autorreferencial, narcisismo, ausencia de pudor, exhibicionismo, pornografía (según François Mauriac), ninfomanía (según los primeros lectores de El segundo sexo). En esta breve entrada nos inclinaremos por “memorias”, término elegido por ella para el registro detallado de su existencia, captura del presente que visitado después de un tiempo (desde lejos / por otros) deja a la vista las paradojas, lo previsto, lo repetido de una vida. Porque nos pasa a todos: “La pequeña cuyo porvenir es mi pasado ya no existe”.
Quienes argumenten que el invento de la fotografía supera al Simone por reproducir la realidad sin traficar con palabras, omiten, como la misma autora advierte, que nada “tan engañoso como una vieja fotografía: la imagen podrá ser bella y fiel a la realidad material, pero no da cuenta de la profunda intimidad que representa”. El rostro que inspiró a toda una generación de fotógrafos –Gisèle Freund, Henri Cartier-Bresson, Alberto Korda, Robert Doisneau, Georges Brassaï– se ve de cerca y de lejos con ir desde sus Memorias de una joven formal (1958) hasta Final de cuentas (1971).
De Beauvoir comenzó sus experimentos en cuadernos de infancia, los continuó en sus diarios de viaje y en la saga compuesta por casi todos sus libros –La plenitud de la vida, La fuerza de las cosas, La vejez, La ceremonia del adiós– incluidas sus novelas, pura ficción memoriosa. Se podría conjeturar también que sus relatos sobre las relaciones humanas constituyen apéndices prácticos de lo mismo (destino, historia, mitos, formación, situación, justificación) que en El segundo sexo se manifiesta como teoría.
Cuando poco antes de la muerte le preguntaron qué había omitido en sus memorias, reconoció que habrían sido útiles más detalles sobre su sexualidad. No eran sus últimas palabras. La máquina íntima que había publicado las Cartas al Castor al morir Sartre escupió sin querer Un amor transatlántico, las cartas de Simone a su amante norteamericano. Eran ya los ’90 y muchos lectores y lectoras polemizaron con esta última entrega como se acostumbra en el living de un Gran Hermano.
Aun así, Simone de Beauvoir cumple cien años estando muerta y cada fecha es excusa para festejar algún aniversario. Su máquina para verse de lejos, irrepetible, modelo único, contribuyó junto con otras grandes invenciones del siglo (la psicología, la terapia, el feminismo) a situar a la emoción en el centro de los discursos públicos. Instaló una convicción especial en el poder del lenguaje para entender y controlar nuestro medio emocional y social. Los sentimientos adquirieron carácter político.
Ver también: “libros de autoayuda”, “blog”, “reality”, herederos sin quererlo ni saberlo. Es así, guste o no. Después de todo, lo dijo en sus memorias: “Los padres nunca comprenden a sus hijos. Pero también es cierto que es recíproco”.
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