Nosotros y Hannibal
POR RODRIGO FRESAN
“Volveré” fue la última palabra que pronunció esa prostituta norteamericana devenida terminator antes de ser ejecutada días atrás y tal vez muy consciente de que –para los personajes apasionantes y bestiales– siempre hay una segunda, tercera o cuarta oportunidad porque Hollywood así lo desea y ordena. “Querido policía: Yo soy Dios”, escribió en la espalda de una carta de tarot el fantasma del rifle que por estos días aterroriza –y fascina– a la población de Estados Unidos y del mundo. Sí, la figura del asesino serial y/o “recreativo” o “vacacional” marca a sangre y fuego nuestros días y nuestras noches. Vivimos tiempos mortales y tal vez la tendencia haya comenzado con aquel nunca capturado y victoriano Jack, y se haya fortalecido con los megamasacradores Hitler, Stalin & Co. hasta desarrollar esta variante doméstica y eminentemente norteamericana: el asesinato como hobby mesiánico, fama instantánea y atrápenme si pueden, si se animan, si quieren... Lo que nos lleva, directamente, al doctor Hannibal Lecter.
EL HOMBRE
La fascinación que Hannibal Lecter ejerce sobre nosotros es compleja y comprensible al mismo tiempo. Tal vez el “monstruo pop” más sólido desde los tiempos primarios de Frankenstein y Drácula, Lecter les gana por su sencilla y respetable condición mortal y posible. A diferencia del Michael Myers de Halloween, el Jason de Martes 13, Freddy Krueger y Chucky –sí, los malvados del fin del milenio fueron todos cinematográficos y sobrenaturales–, Lecter tiene, como los originales y respetables, sólidos cimientos literarios y es, en apariencia, una persona como cualquiera, sólo que más culta, más elegante y, detalle atendible, favorecedora del canibalismo como una de las tantas escuelas de la haute-cuisine.
EL PERSONAJE
Lecter es, también, un gran personaje que se nutre tanto de la exquisita falta de escrúpulos y “muerte emocional” del Tom Ripley de Patricia Highsmith como del preso deducidor Isidro Parodi de Borges y Bioy Casares. Pero con una interesante variante narrativa: Lecter es, siempre, en principio, co-protagonista. En las novelas Dragón rojo (1981) y El silencio de los inocentes (1988) aparece al costado de la persecución principal ejercida por los agentes Will Graham y Clarice Starling, y casi como un perverso comentador de deportes: pasándola bien y viendo desde su celda/cabina de transmisión de máxima seguridad los golpes y peligros por los que pasan sus marionetas. Al final de la segunda entrega, Lecter escapa de forma magistral y montecristiana, y en Hannibal (1999) se vuelve un poco más heroico con pasajes de renuente y un poco indignado action hero. Ahí, afuera, Lecter parece incómodo –e incomoda– por verseobligado a moverse tanto. Lo suyo es estar sentado y escuchar lo que le cuentan. Como cuando era psiquiatra.
LAS NOVELAS
Poco y nada se sabe de Thomas Harris y uno no puede evitar preguntarse si se muestra tan poco por temor a que sus más dedicados fans –los asesinos seriales de verdad que consideran a Lecter como su santo y patrón– decidan darse una vuelta por su casa para intercambiar anécdotas. Harris –muy poco prolífico para lo que se supone deber ser un escritor de su perfil y ventas– empezó como cronista de policiales en Estados Unidos y México. En 1975 publicó su muy buena primera novela: Domingo negro, un thriller con terroristas dispuestos a cometer una masacre que incluye al presidente de EE.UU. durante un domingo de Super Bowl y que fue llevado al cine en 1977 por el recientemente fallecido John Frankenheimer y protagonizada por Robert Shaw. Dragón rojo y El silencio de los inocentes son dos obras maestras del género y enteramente responsables de la glamourización del serial killer (que ya existía, pero no contaba con un icono a la altura y potencia de su horror) y de su contracara dentro de la ley: los profilers o investigadores del comportamiento criminal que, por pensar como monstruos, no están muy lejos del monstruo. No sería raro que más de un asesino serial o un agente del FBI haya descubierto su vocación leyéndolas. De la primera, Stephen King afirmó que era “la mejor novela popular desde El Padrino”; de la segunda, Roal Dahl dijo que era “el mejor libro que he leído en mucho tiempo”. Ambos tienen razón. La prosa y el estilo de Harris son funcionales, pero tienen un extra seguramente adquirido durante largas vigilias cubriendo horrores y describiendo cadáveres para las páginas más rojas de un diario. Y tienen a Hannibal Lecter: el perfecto destilado de Holmes y Moriarty, el “malo” más “bueno”, uno de esos personajes terribles a los que les deseamos lo mejor porque, si pierden, perdemos nosotros. Hannibal –aparecida en 1999 en medio de una expectativa similar a la que provocaría una imposible resurrección de los Beatles– es el fruto de la discordia. Hay exaltados que exigieron el Pulitzer para ella mientras que Martin Amis –en una diatriba publicada en la desaparecida revista Talk y más tarde incluida en su libro de ensayos The War Against Cliché (2001)– la condenó con todos sus carísimos y famosos dientes acusándola de “profunda vulgaridad”. Ni una cosa ni la otra, y el problema no está tanto en cierta nueva pretenciosidad de estilo o en su comentado y para muchos, entre ellos Jodie Foster, inverosímil final (la agente Starling y Lecter como una suerte de Morticia y Homero Addams viviendo felices y enamorados en Buenos Aires) sino en que en esta novela Lecter está demasiado suelto en todo sentido, compite con otro monstruo –el desfigurado magnate y ex víctima con sed de venganza Mason Verger– y se nos cuenta demasiado sobre su pasado y el origen de su “trauma”. Así, en Hannibal, Lecter acaba siendo más paciente que doctor y a nosotros no nos interesa saber más sobre la bestia pop sino que la bestia pop sepa más sobre nosotros.
LAS PELICULAS
Algunas aclaraciones pertinentes y muy personales: 1) La multi-oscarizada El silencio de los inocentes (1991) de Jonathan Demme es mucho peor que la novela del mismo nombre. 2) Manhunter –primera versión de Dragón rojo–, dirigida por Michael Mann en 1986, no es tan genial como aseguran los fans, pero su Lecter (Brian Cox, a quien hace poco vimos interpretando al sufrido director Guggenheim en la, sí, tan genial Rushmore de Wes Anderson) es mucho mejor que el de Anthony Hopkins y está mucho más cerca del Lecter de las novelas. En lo que a mí respecta, el Lecter de Hopkins –mitad villano de Shakespeare, mitad archienemigo de Bond– es una mala imitación de Christopher Walken. Mi Lecter ideal sería el nunca del todo ponderado Bill Murray. 3) Julianne Moore es una mejor Starling que Jodie Foster y la Hannibal (2001) de Ridley Scott no es tanmala: es, simplemente, una operización del mito Lecter. Giancarlo Giannini está muy bien como el derrotado inspector Rinaldo Pazzi y la película es graciosa y tonta y tiene un lindo final con caníbal manco que no estaba en el libro, pero que funciona bien... y que abre la puerta y la boca a una continuación por más que el texto de Thomas Harris que aparece en estas páginas parece dar por cerrado el caso. 4) Este Dragón rojo dirigido por Brett Ratner –flamante prequel y al mismo tiempo remake de Manhunter– no es más ni menos que un prolijo calco estilístico de lo que Demme hizo en El silencio de los inocentes. No es poco por más que no sea nada nuevo. Y está bien ver juntos a Edward Norton y a Ralph Fiennes más allá de los rumores iniciales que sostenían que ésta de Lecter podía tocarle a David Fincher o a M. Night Shyamalan. Hubiera sido lindo, sabroso.
El HÉROE
Y tal vez Thomas Harris cambie de opinión, o simplemente venda la franquicia para que alguien como el guionista de prestige William Goldman se ponga a jugar con el personaje. Ya veremos. Mientras tanto y hasta entonces nos queda un orgullo secreto, torcido e inhumano: el psiquiatra Hannibal Lecter eligió a la freudiana y carnívora megalópolis de Buenos Aires como su patria adoptiva. Hannibal es nuestro, seguro que cobra carísima la sesión y, más seguro todavía, todos lo votaríamos para presidente si decidiera presentarse. Ya saben: los países caníbales tienen los presidentes caníbales que se merecen.