Domingo, 10 de febrero de 2008 | Hoy
Por María Elena Walsh
Saper vedere. Sabiduría del ojo, suma de un don innato, una larga paciencia y el sentido de la revelación. Saber ver es amar la vida, capturar el gesto fugaz sin congelarlo, sorprender a la gente sin agredirla, ni profanar su privacidad. ¿De qué otro modo es posible que una mujer realice un inquietante strip-tease espiritual precisamente cuando se tapa la cara con las manos, cuando, como Jeanine Meerapfel, confiesa el síndrome del director de cine que se recoge en un momento de vida interior? Esa capacidad de revelar la vida interior del retratado, sea persona u objeto, permite que un fotógrafo pueda ser considerado un artista. Cuando logra que insinúe una semblanza no sólo del modelo sino de su historia y su lugar en el mundo.
Sara Facio, fotógrafa gatuna, merodea sigilosa alrededor de la presa e intuye la fracción de segundo en que debe capturarla, o todo está perdido. La presa se entrega al disparador de la artista invisible que reduce al mínimo la inevitable mise en scène de la caza fotográfica o, como sucede con algunos seres encantados de posar para la posteridad, acusa el gesto estatutario y la aspiración soberbia.
El libro Retratos (Editorial La Azotea), como toda selección, es un fragmento demasiado reducido del friso de nuestras vidas que Sara Facio ha escrito con luz y pasión a lo largo de varias décadas. Nuestras vidas de americanos del Sur, el paisaje humano con sus picardías, su placidez o su turbulencia. De pronto, una sola imagen resume una circunstancia de dolor compartido, como el muchacho –santo de la serie “Los Funerales del Presidente Perón”–, y esa imagen es y hace historia.
Saber ver es también la consecuencia de haber mirado mucho y bien, de haber penetrado en el universo de las artes plásticas y los medios visuales, de haberse sumergido de por vida en papeles, aviones, laboratorios, libros, archivos, imprentas, alquimias varias y situaciones de riesgo. Gracias a esta sabiduría, Sara Facio ejerce una docencia involuntaria: nos enseña a detenernos en la comprensión de una imagen, a leer del derecho y del revés lo que alguna vez o nunca sucedió ante nuestros ojos, a rehusar aquel no pude ver el ver del poema de Emily Dickinson.
Aunque no aspiró a la docencia, durante varios años la ejerció también desde su cargo de directora de la FotoGalería del Teatro San Martín, donde tanto la selección de expositores como la colección de catálogos por ella redactados configuran un resumen histórico –o mejor, una poética– de la fotografía contemporánea.
Tampoco es posible ignorar su capacidad de promotora y su solidaridad para nuclear a colegas del mundo entero. Podemos decir que gracias a Sara Facio en nuestro país la fotografía y sus autores se han puesto en movimiento y se han realimentado después de largos años de desdichas públicas con sus inevitables formas de censura o parálisis. Ultimamente se dedica a des-componer y colorear, incluso utilizando técnicas novedosas como la fotocopia color. Por cierto que la foto pintada no es asunto nuevo, pero sí un modo de no anquilosarse en la perfección del retrato espontáneo, clásico. Si siempre huyó del retrato posado o armado, ahora resuelve captar el movimiento, la des-figuración y el coloreado, y la renovación del estilo es un riesgo que todo artista puede –debe, quizás– afrontar.
Sara Facio se siente en profundidad –sin alarde ni encogimiento– hija de esta ciudad de Buenos Aires, y donde va –por ejemplo a la casa de la difícil Doris Lessing en Londres– imprime su singular carácter, no identificable gracias a algún coqueteo con manierismos o detalles folklóricos sino por una melancólica complicidad, una manera de aludir, una especie de entrega de soslayo, sin estridencias, características que Borges definiría como una suerte de pudor propio de estas latitudes.
Hace mucho que algunos de estos retratos recorren el mundo y actualmente están muy solicitados por las grandes empresas internacionales de fotografía, prestigio que jamás se regala a una creadora alejada por razones geográficas y temperamentales de los centros calificadores de la cultura. Por algo será. Quizá por aquello de saber ver, de una sabiduría madura, por la constancia de acceder a una revelación en su sentido religioso. Saber ver y abrir los ojos ajenos.
Estas líneas son parte del prólogo
de María Elena Walsh al libro
Retratos (Editorial La Azotea, 1990).
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