Dom 08.06.2008
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La traducción de “Ferdydurke”

› Por Adolfo De Obieta

La traducción de Ferdydurke es una de las más curiosas y divertidas que conozco. Se trataba de transponer al español el libro de un polaco que apenas sabía español, con ayuda de cinco o seis latinoamericanos que apenas sabían un par de palabras de polaco. Y todo, en mesas de café y en un ambiente a menudo digno del absurdo ferdydurkeano. En ocasiones, Gombrowicz le tomaba gran afecto a una palabra española cuyo sentido no comprendía bien y la imponía porque su sonoridad o su fisonomía le parecían evocadoras...

Quisiera mencionar otro hecho con respecto a esta situación. Encontré hace algún tiempo una carta fechada en 1945 en la cual proponía a un grupo de amigos un medio de financiar esa traducción. Era preciso asegurarle la subsistencia de modo que, durante cuatro o seis meses, Gombrowicz pudiera vivir trabajando exclusivamente en la traducción. En lugar de buscar un mecenas, habíamos tenido la idea de reunir a una docena de amigos de buena voluntad cuya contribución sería de 100 pesos cada uno, lo que nos permitiría reunir 1200 pesos, o sea una subvención de 300 pesos al mes. Se precisaba que no se trataba de un regalo sino de un préstamo, pues los 100 pesos serían devueltos en cuanto se cobraran los derechos de autor. Era una especie de fondo nacional para las artes... Pero en esta ocasión, como en tantas otras, la solución vino de parte de Cecilia Benedit de Debenedetti, a quien Gombrowicz dedicó la edición argentina de Ferdydurke.

Nos vimos con cierta frecuencia e intimidad de 1940 a 1950. Mi recuerdo no es el de una simpatía mutua, pues, en el fondo, Gombrowicz era un ser lejano que flotaba en un aire más bien enrarecido. Aparte del hecho de que diera vueltas en torno de su órbita solitaria, era capaz, en el momento de sus apariciones, de dar pruebas de un talento único para desagradar. Hubiera podido escribir un libro sobre el arte de caer en desgracia. Creo que González Lanuza (escritor argentino) ha inventariado cien maneras de hacerse querer; Gombrowicz hubiera podido describir doscientas maneras de resultar desagradable. No hacía como algunos aristócratas que se muestran groseros durante dos minutos para librarse para siempre de una persona molesta sino que, a veces, se entusiasmaba con sus maniobras de autodefensa y era capaz de alienarse con personas que podrían admirarlo y ayudarlo. Ese demonio nunca lo abandonó.

Era brillante y, sin ninguna duda, profundo. Pero su estilo de vida y su obra tal vez no le permitieron demostrar en aquellos momentos toda la profundidad de la que era capaz. Cuando no buscaba a cualquier precio ser espiritual, desbordaba de talento y de ingenio. A nosotros, sus amigos, nos parecía que no tenía derecho a desperdiciar su talento –que en ocasiones rozaba el genio– en los cafés.

Me gustaría añadir que nunca lo he oído quejarse. Este hombre que había escrito Ferdydurke, que lo había perdido todo, encontraba probablemente más gracia y más lógica que nosotros en su propia vida. El aristócrata podía ser incisivo, excesivo, antipático, pero no podía ser amargo. Su respuesta no era el gruñido, ni la irritación, ni la resignación; su respuesta era Gombrowicz.

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