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Domingo, 22 de junio de 2008

Muerte y resurrección de la viejita

 Por Claudio Zeiger

Sabemos que está lleno de relatos de filmaciones malditas, de actores y directores mal avenidos, de rodajes accidentados. Y si bien, según el relato de sus protagonistas, la filmación de Esperando la carroza no careció de dificultades, relacionadas sobre todo con la escasez de dinero y el apremio de tiempo (cuando transformaban a Antonio Gasalla en Mamá Cora había que aprovecharlo y rodar horas seguidas, no sólo por el tiempo que llevaba componer la máscara, también porque ésta tenía una duración limitada), no se puede sino creer que los astros coincidieron para darle una buena estrella y una larga vida. La excelencia de guión y dirección, la brillantez de las actuaciones –todas, todas y cada una de ellas–, el sutil equilibrio entre humor y seriedad. Todo eso se conjugó para que en 1985 viera la luz una de las mejores películas argentinas de todos los tiempos. No una de las mejores películas cómicas, no una de las mejores comedias. Una de las mejores películas.

Subsiste hoy Mamá Cora, que no murió aquella vez en que la confundieron con la Húngara, ni murió después a pesar de su avanzada edad, aunque hay que decir que la memoria no le funcionaba muy bien. Mezclaba todo. Confundía todo. Pero lo peor fue que su revulsiva telaraña de olvido y confusión hacía aflorar lo peor de la clase media local, lo peor de ese extracto de miseria humana de domingo de enero en Buenos Aires: la mala conciencia.

Como si fuera vanguardista, Esperando la carroza es un relato de un solo día, unas pocas horas. Cuentan la muerte y resurrección de la viejita. Cuentan cómo aflora la mala conciencia que deviene culpa y luego se redime (escena clave, cuando Felipe/Pinti ve a Mamá Cora viva, se pone sobrio de repente y exclama: “¡Dios, es un aviso! ¡No tomo más!”), aunque sea una dudosa redención, la que amenaza volver a las andadas en cualquier momento.

Mientras Susana (Mónica Villa), la nuera desesperada que al fin se ligó a Mamá Cora de peludo de regalo, encarna esa mala conciencia desesperada y explícita (ella no es “falluta”, como dice que es Elvira/China Zorrilla), Elvira no duda en desear que la muerta sea Mamá Cora para que a Susana “la conciencia la remuerda”. Aunque es justo decir que finalmente Elvira no es ni mejor ni peor que las otras chirusas, y que los hombres, los hijos de Mamá, están francamente doloridos aunque sean unos energúmenos (y de yapa, la hermana oculta, la hermana que engendró un hijo débil mental, el incipiente Grandinetti, vuelve al barrio de clase media desde una villa que parece estar muy cerca, demasiado cerca). Infierno de barrio, infierno de suburbio.

La viejita idolatrada de las películas argentinas, en especial las de Luis Sandrini (“¡La vieja ve, la vieja ve!”), reconvertida por el cinismo y el grotesco, desata en Esperando la carroza las fuerzas del egoísmo y un dejo de genuina desesperación. ¿Por qué me tengo que hacer cargo de los rastros del pasado? ¿Por qué yo y no el otro, el que está al lado, mi hermano, mi semejante? ¿Se arregla con plata? ¿Hacemos una vaquita y le ponemos la enfermera? El dilema se vuelve ético, y como nadie puede resolverlo, se desencadenan las fuerzas tanáticas para que sea la vida misma quien desempate la partida entre los hijos y sus mujeres. Como si el rey Lear se hubiera vuelto una máscara inimputable y sus hijas (incluida Cordelia) se hubieran adaptado a la moral media de los ravioles con tuco y el vermú. Yo la quería a Mamá Cora, dice Cordelia mientras se pinta las uñas. El rey Lear le da una bananita pisada al nene, y mira sin entender desde la terraza.

Cuando el muerto dice ser otro, la alegría explota en toda su paradoja. Se celebra que no sea quien se creía que era, y van todos a celebrar al nuevo velatorio. ¡Qué domingo!

La ley de la vida pone las cosas en su lugar. Pero en el medio quedan expuestas las miserias humanas, como en Feos, sucios y malos. Y –lo mejor de todo, lo que importa– nos queda para siempre esta genuina joya a la que los astros le fueron propicios.

Roguemos que en el futuro no la conviertan en un objeto cool, triste destino de algunos, genuinos productos de la cultura popular.

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