Domingo, 29 de marzo de 2009 | Hoy
Por Claudio Zeiger
¿Te acordás, hermano, qué tiempos aquéllos? Conmigo o sinmigo. No me atosiguéis. Estamos mal pero vamos bien. Ciertos políticos, desde la primera campaña en democracia hasta el menemismo, habían desarrollado esa capacidad epifánico-humorística (humor que, en su reverso, dice la verdad, cuando no la grita o la inventa) del graffiti; habían movilizado para el pueblo siempre chusco y proclive al chascarrillo disolvente esa energía propia de la cultura joven. Y eso, al parecer, sin siquiera darse cuenta. En paralelo hacían lo suyo la conciencia desnuda (“La lucha es entre liberación o dependencia, nosotros vamos a optar por la dependencia”, Bittel ‘83), el exabrupto (“Robo para la corona”, Manzano años ’90), la melancolía radicaloidea (“Les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo”, Pugliese Juan Carlos, no Osvaldo el maestro), y la enajenación en helicóptero: “No hay crisis”, De la Rúa, 19 de diciembre de 2001. Fundido a negro.
Sea como fuere, la imagen de un político lanzado al espacio intergaláctico, hablando en la soledad del vacío cósmico, pronunciando la frase tan salvadora como traicionera, condensará en los últimos veinte años lo que un poco antes habían hablado las paredes, las revistas, los graffiti, el humor popular. Pero a medida que fueron pasando esos años ya nadie escucha si no hay inmolación retórica. Ya no hay inocencia auditiva para la retórica campechana de Perón (“¿alguna vez alguien vio un dólar?” supo decir, cuando desde los ’80 todos correrían a refugiarse en la verde divisa) ni para la retórica científico-técnica de Frondizi. Los oídos tampoco podrían recepcionar ya la aridez envarada de los militares. Ya nadie escucha, a decir verdad, porque no se tiene ni miedo ni fe. Razones para parar la oreja.
Primero, creo recordar, fueron los cantitos. Ellos hablaban. Expresaban algo del inconsciente colectivo, de la capacidad de resistencia, y lo iban elevando del murmullo al grito. Indudablemente el más emotivo fue: “Milicos, muy mal paridos, qué es lo que han hecho con los desaparecidos/ la deuda externa/ la corrupción/ son la peor mierda que ha tenido la nación/ qué pasó con las Malvinas/ esos chicos ya no están/ no debemos olvidarnos y por eso hay que luchar”. Expresaba de un tirón y en unos pocos versos lo que había sido la dictadura hasta los días en que estaba por irse pero aún persistía en el poder.
No hay que restarle mérito al consignismo eficaz de los primeros tiempos de Alfonsín y los muchachos radicales captando el giro en el aire frente a la mística peronista que no enamoraba como antes. El “con la democracia se come, se educa, se cura” era pro, y además trazaba una línea fuerte entre democracia y autoritarismo que el peronismo no podía trazar con tanta firmeza de pulso como don Raúl. Los jóvenes radicales contestarían la reaparición del “Somos la rabia” de la JP en las paredes del conurbano con un sintético y luminoso “Somos la vida”, más que oportuno después de tanta muerte. El peronismo de izquierda a derecha no podía desprenderse de tanta oscuridad, de tanto muerto, porque, a decir verdad, había protagonizado la tragedia (y no haría su catarsis hasta –me atrevo a decir– el presente). Empezaba a expandirse una onda light, new age, aunque no se la llamara así. Tánatos, atrás, el pueblo pide paz. Los socialistas se volvían rosados, los demócratas cristianos parecían Heidis, los radicales eran jóvenes. Entre ambas fuerzas, entre primavera y verano, avanzaba en forma subterránea el corrosivo y dulce veneno del desencanto.
Hablaron las paredes. Con ese humor que hoy llamaríamos expresión de una antipolítica y que por entonces era parte del aire, parte de la resistencia. Y era ingenioso. Un furcio es un furcio. Un lapsus es un lapsus. Nace, se reproduce y muere. Un chiste bien puesto vale.
Los argentinos somos deshechos humanos.
Si lo sabe, cante (un torturador).
El Reino Unido jamás será vencido.
Argentina tiene una salida: Ezeiza.
En mi casa tengo el póster de todos ustedes (El Che Guevara).
Este verano la pasé bomba (Saddam Hussein).
Mientras hablaban las paredes, bajaban las tasas de participación en las elecciones de centro de estudiantes y sindicatos, las encuestas empezaban a reflejar no una nostalgia por la dictadura pero sí un fuerte escepticismo acerca de las posibilidades de la democracia para resolver los problemas económicos y sociales. 1985 fue el año-epicentro del desencanto. Sólo habían transcurrido dos años desde la apertura democrática.
El clima cambió. El clima social y discursivo de estos años ya no tiene que ver con el escepticismo desencantado de la incipiente democracia sino que se retrotrae a tiempos antinómicos. Vivimos, diría, un clima espeso. Las retóricas políticas –las opositoras pero también la de oficialistas– son serias, tienen densidad y poco humor. La diferencia es que los opositores suelen ser bastante primitivos e infantiles cuando hablan (salvo Carrió, que apela a una sofisticación conceptual que amenaza con enroscarla en su propia retórica de la negatividad). Son infantiles porque todos se quejan, en el fondo, de que el Gobierno no les regale graciosamente el poder que no pudieron conseguir y por lo tanto son dictatoriales. Están encaprichados e iracundos. Creen tener la razón pero no son razonables. Por su parte, Cristina habla bien y apela a la razón política. Es pragmática pero tiene un discurso argumentativo. Hago tal cosa por tal otra. Y aunque digan que los Kirchner están locos (quizá sea cierto), parecen gente bastante sensata si se toman en cuenta las políticas públicas que aplican.
Los medios –televisión y radios– son primitivos, directos, ahistóricos y desmemoriados. La gente que sale por los medios parece hablada, constituida por los mismos medios (“Hola, habla Cachito de Floresta”, dice el oyente utilizando la identidad escueta que el propio medio le construyó). Todos están muy enojados, crispados y básicos. Nunca se dice la verdad. No se puede analizar ni razonar ni dudar en cámara.
En este clima de hoy en día, el humor político de paredes, cantitos y otras joyitas del museo de la memoria de la democracia sobrevive en la revista Barcelona, que expresa la tendencia anti-política de la gente pero lo hace a través de un humor corrosivo e inteligente sumamente crítico de las fintas discursivas y retóricas que ocultan intereses reales por detrás. Pero la verdad es que a veces tanta corrosión cansa porque nos pone frente al abismo de lo disuelto, el centro de nada que reside en la nada.
Pero, en fin, la historia continúa. Alguna frase, algún exabrupto, alguna iluminación aunque más no sea momentánea tiene que volver a emocionar, a enamorar, a hacer pensar o hacer reír. Si no ya no será ni siquiera tiempo de palabras. Detrás de las capas de indignación y crispación, sobrevive un espíritu autoritario genuino, una agitación que horada la piedra y tiene una hipótesis de conflicto donde el enemigo interno ahora es menor y lleva como nombre de guerra Paco. Bastará un gesto como bajar un dedo o pasar el filo de la mano por el cuello para hacer política, o todo lo contrario.
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