› Por Guillermo Saccomanno
1 La lectura de Timote me incomoda. Tal vez la incomodidad se debe a que este libro me impone recordar quién era yo cuando tenía veinte años. Citaré a Nizan: “He tenido veinte años y no permitiré que nadie jamás diga que ésta es la edad más hermosa de la vida”. En esa época yo me había apartado del trotskismo y me acercaba al peronismo, lo que no significó, y asumo la contradicción, que me hiciera peronista sino uno más en la causa nacional. Populismo, sí. Y reinvindico esta categoría. Nunca aprendí la marchita. La parte que más me seducía, como a tantos que proveníamos de la izquierda, era “combatiendo el capital”. Debemos atribuirle a este verso el imán que produjo tanto entrismo de izquierda en el peronismo. Nos quisimos convencer de que Perón no era Perón. En esa época, me acuerdo, discutía fuerte con mi padre, militante gremial. “No te equivoques”, me decía. “Perón no es socialista.” “Perón todo lo que quiere es volver y vengarse, volver y ponerse otra vez el uniforme.” Más o menos lo que Aramburu le dice a Fernando Abal Medina, su asesino, o su ejecutor en Timote. (Ya volveré sobre esta cuestión: si asesinato o ejecución.) “Perón no es Castro, Perón no es Mao”, me decía mi padre. La historia, convengamos, le ha dado la razón en este aspecto a mi padre y también al Aramburu ficcionalizado por JPF.
2 Timote es un libro reacio al facilismo de las categorías y etiquetas literarias. Su escritura, por momentos inclasificable, si un mérito tiene es obligar al lector a vacilar a qué género pertenece. ¿Qué estoy leyendo? ¿Es una novela? El autor así lo define. Pero, me pregunto, ¿no es también un ensayo? ¿Por qué no un ensayo ficcionalizado con momentos confesionales de autobiografía intelectual? Para JPF, lo sé, y lo sé porque lo hemos discutido, Timote es una novela. Si lo es, ¿qué clase de novela es? Timote proviene de la historia del peronismo que JPF publica por entregas en Página/12. Es decir, es una deriva de esa historia. Una novelización de esa historia. Si estoy ante la publicación de un ensayo por entregas, con el correspondiente “continuará” (típico engranaje del suspenso folletinesco), me pregunto, ¿por qué no leer Timote como un ensayo folletinizado? O, más precisamente, como un ensayo folletinizado que se transforma, ahora como novela, en un pulp. Timote comparte, en más de un rasgo, el trazo grueso de las novelas de David Goodis o Jim Thompson. A Timote, como a una película negra, no le faltan ni las balas ni el sexo que incita a la violencia. Las balas que disparará Fernando Abal Medina. El sexo que lo estimula, Norma Arrostito, guerrillera femme fatale. Tres hombres, una mujer, un plan. Sin duda, la experiencia de JPF como guionista de cine es, justamente, lo que explica su potencia narrativa y que hoy, en tiempos del kirchnerismo, devenga bestseller. Lo que, recapacito, empujaría ahora un análisis sociológico de la literatura popular. La literatura popular –y Timote lo es en el sentido más fuerte del género– se las ingenia siempre para captar algo en el aire, algo que sus lectores persiguen, se trate de una ratificación de su visión del mundo o un cuestionamiento que les proporcione una explicación. Volveré sobre esta cuestión del afán explicativo, a mi entender ligada a una concepción de la literatura como pedagogía.
3 Otra cuestión que me interesa marcar en Timote. Algunas reseñas que se publicaron en estos días le critican a JPF sus frecuentes intervenciones en el texto. Como si no confiara en su pericia narrativa, parecen decir estas críticas, el autor interrumpe la narración para opinar sobre tal o cual aspecto. Daría la impresión de que JPF no puede escribir callado. Ni puede dejar al lector leer en silencio. En estos tiempos de apogeo de la que se da en llamar “literatura del yo”, me sorprende que a JPF, justamente los patrocinantes del “estatuto del yo”, le vengan a criticar los pasajes donde el narrador interviene en el relato. Tal vez convenga acá detenerse y señalar que justamente estos pasajes son los que a mí me parecieron más jugados: animarse a proporcionar al lector el backround del autor y su decodificación en función de la operativa del narrar.
4 Quiero compartir estas preguntas proyectadas sobre la literatura de JPF. ¿Qué leen los lectores de JPF en lo que leen en JPF? ¿Qué pacto de lectura celebra la vasta feligresía progre con las clases, los ensayos y los artículos de JPF? Esta pregunta podría responderse: cholulismo progre. Lo he comprobado: queda bien en una reunión decir “Voy a las clases de JPF”. Dudo que la mayoría de sus espectadores –no me animo a llamarlos discípulos– salgan de sus clases y corran a internarse en Ser y tiempo. Esta cuestión excede, por supuesto, a JPF y forma parte de una investigación que corresponde más a la sociología de la literatura. Una clase media acorralada –y aludo al corralito– que ha perdido, además de sus ahorros, las certezas que alguna vez creyó disponer, esa clase media desconsolada que fue cómplice civil de la dictadura busca ahora explicaciones tanto en Osho como en Chopra. Algunos, cuarentones y más, los de esta clase que en los ’70 entonaban “FAR y Montoneros son nuestros compañeros”, hoy son menos revolucionarios y más progres, por ejemplo, los de Palermo, progres en tanto los travestis no paren en la puerta de su casa, buscan explicaciones y creen encontrarlas en la filosofía. No comprendo qué pasó, cómo pasó, lo que pasó y me pasó. Que alguien me explique, por favor. La filosofía como recurso de ahogados. Porque cuando una estructura social se resquebraja saltan a la vista dos reacciones: el agarrarse de una fe o el encontrar un pensamiento que justifique mi existencia. Es acá donde un sector “léido” de la clase media se agarra de la filosofía, aunque a veces espera secretamente que le funcione como el I Ching. Entonces hace falta alguien que enseñe a pensar. Los más cultos y avisados, aquellos que en los ’70 fueron simpatizantes de la revolución, como Gaspar, el revolú el personaje de Rep, no acuden ni a Sebreli ni a Kovadloff. Acuden a Feinmann. Pero Feinmann no es complaciente. Feinmann les exige: Lean. Lean Hegel, lean Heidegger, lean Sartre. No me pregunten. Pregúntense. Estoy convencido de que así como JPF, con su enorme popularidad, es el filósofo que más circula en los ámbitos del progresismo es también, en sus cuestionamientos, el peor interpretado. Porque JPF siempre pone un dedo en la llaga que mucho setentismo preferiría pasar por alto. Doy un ejemplo, y está en consonancia con la provocación que representa Aramburu en Timote. El ejemplo es el artículo que publicó hace unas semanas sobre la figura del dictador Lanusse. Convengamos, ese artículo en el que JPF diferenciaba al militar Lanusse de los militares del ’76 inquietó a más de uno de sus lectores. Vuelvo a repetir la pregunta: ¿qué leen los lectores de JPF en JPF? Me animo a una posibilidad: el progresismo acude a JPF buscando una constatación de su propia visión conformista –estuve por escribir reformista, sí, reformista me gusta más, y reformista con todo lo peyorativo que el término tenía en los ’70–, digo, el progresismo viene a JPF para que le confirme que la realidad debe cambiar, pero un poquito. Pero, ¿qué pasa cuando no encuentra esta confirmación en JPF? Cuando no encuentra lo que pensaba encontrar, cuando JPF prueba que no era eso lo que él, JPF, pensaba sobre tal o cual tema, sobreviene el desconcierto. Ese instante atónito que obliga a pensar. ¿Acaso ésta no es la función del filósofo? Pensar, pero con un fin: transformar la realidad. Y no convalidarla.
5 La incomodidad, a esta altura, conjeturo, es el efecto que JPF ha perseguido con Timote. Timote se subtitula: “secuestro y muerte”. De acuerdo, un grupo de jóvenes –hoy se les diría chicos, los chicos– secuestra a Aramburu. Acá, si nos ponemos sartreanos –como le gusta a JPF– deberíamos marcar que la “juventud” es una edad burguesa. La clase trabajadora pasa de la cuna a la explotación sin transiciones. Hoy, muchos niños no pasan de la cuna a la explotación. Pasan directamente de la cuna –si es que tienen cuna en la intemperie de la miseria– a la calle, al delito y la droga como antídotos contra el hambre y después al fusilamiento policial.
Volviendo: el grupo de jóvenes –jóvenes porque no son trabajadores, son hijos de clase media– que secuestra a Aramburu motiva el subtítulo del libro. Pero, ¿y muerte? ¿Por qué muerte? ¿Por qué no asesinato? ¿Por qué no ejecución? ¿La muerte de Aramburu es un asesinato o una ejecución? Definir esta muerte no le devolverá la vida al militar asesino responsable del bombardeo de 1955, de los fusilamientos de José León Suárez y del general Juan José Valle. Pero una definición, si “asesinato” o “ejecución”, nos definirá a nosotros frente al No Matarás, mandamiento que el filósofo Oscar del Barco rescató para cuestionar las organizaciones armadas.
6 Otra digresión y no tanto ahora. ay un documento que me parece importante recordar para acercarse a la cuestión “asesinato/ejecución”. Y es la carta que el general Valle escribe antes de ser fusilado. Es una carta de prosa admirable, seca, sin vueltas, precisa. Y acusatoria. Valle acusa a Aramburu y sus secuaces por el despojo del Estado y la persecución del pueblo trabajador. En más de un sentido, su prosa dispone de la retórica austera de la carta que Rodolfo Walsh, civil militarizado en Montoneros, escribirá en el ’76 a la junta militar. Creo haberlo dicho en algún artículo: cuando se lee la carta de Walsh pareciera que está dictada por Valle. Es decir, Valle le dicta a Walsh el registro de su catilinaria. Volviendo a Valle. Los jóvenes que conforman la célula que secuestra a Aramburu se autodenomina “Comando Juan José Valle”. Al asumir este nombre, asume lo militar de Valle. Procede, en consecuencia, como un ejército. Desde esta óptica, la muerte de Aramburu no es un asesinato sino una ejecución. Reparemos en esto: una “ejecución”. El término define, desde el vamos, la identidad de la organización armada que, tal como lo señala lúcidamente Pilar Calveiro en su ensayo Política y/o violencia, subordinó la política a los fierros. Años más tarde, durante el ’78, mientras la dictadura arrasaba no sólo las organizaciones armadas sino también el país entero, la conducción montonera ordenaba el uso de uniformes. Cabe consignar que la graduación, especular, era la del Ejército Argentino. No me parece inoportuno recordar ahora el reportaje que en esos años Gabriel García Márquez realiza a Mario Firmenich durante un vuelo. Le impresiona la arrogancia de este Von Klausewitz en las nubes. García Márquez lo escucha y lo que relata, nos damos cuenta, le hiela la sangre.
7 Incomodidad, insisto. Pero, quiero consignarlo, una agradecida incomodidad en un presente donde hasta la transgresión –como un pearcing, como un tatuaje– está estandarizada en la literatura. Incomodidad, digo. Porque, debo admitirlo, ningún personaje de esta novela me cae simpático. Los engominados de Tacuara y GRN, engominados como Perón, siempre me parecieron personajes tan siniestros como el civilizador Aramburu. El pasaje de los fachitos fanáticos de Primo de Rivera a Lenin me resultó y me resulta todavía hoy tan sospechoso como el temple democrático del general represor. Pero, en este disgusto que me producen, convengamos, reside el don de la literatura. El mal siempre es más atractivo que el bien. Bucear en las entrañas del mal implica más riesgo para un escritor. JPF asume ese riesgo. Y lo lleva hasta sus últimas consecuencias. Sus personajes son dostoievskianos. Poseídos, digo. Fernando Abal Medina es un poseído. Y Aramburu, ¿quién es Aramburu? Conjeturo: Karamazov padre. “Si Dios no existe, todo está permitido”, argumenta Ivan Karamazov. “Voy a quitar una vida”, reza Fernando Abal Medina. “Voy a matar. Este acto no responde a ese mundo que –al crecer– descubrí. Muchos mataron antes que yo. Los hombres se matan unos a otros y no parecen muy preocupados por tu Juicio. Ni por tu clara sentencia: No matarás.” Al bombardear, al fusilar, Aramburu demostró que Dios no existe. Que, en consecuencia, todo está permitido. Como se lo permitirían más tarde los represores del ’76. Al matar a Aramburu, en espejo, simétrico, Fernando Abal Medina, con su oración atribulada, más que rezar, discute con su culpa –porque ésta también es una novela, esencialmente, sobre la culpa–, Fernando Abal Medina le habla a un Dios que lo ha abandonado, un Dios al que persigue para encontrar justificación, sentido, refugio, al cometer un acto sin retorno.
8 En Timote JPF vuelve a la carga con la que parece ser más que una obstinación, una obsesión: la contradicción civilización/barbarie. También, sobre el fracaso de una esperanza, sobre la revolución traicionada. Todo JPF se condensa en esta novela. Pero, en profundidad, la gran discusión de fondo que plantea Timote es ahora otra. Discusión que no es menor cuando la derecha exige la pena de muerte. Y no se puede pasar por alto. Fernando Abal Medina, católico como su doppelgänger, reza antes de matar. Es un católico que matará a otro católico. Acá es donde entra, sin vueltas, la cuestión del “No matarás”. Entonces la muerte del asesino Aramburu no es ejecución: es asesinato.
Insistiré, para cerrar, con una cita de Del Barco: “Ningún justificativo nos vuelve inocentes. No hay ‘causas’ ni ‘ideales’ que sirvan para eximirnos de culpa. Se trata, por lo tanto, de asumir ese acto esencialmente irredimible, la responsabilidad inaudita de haber causado intencionalmente la muerte de un ser humano. Responsabilidad ante los seres queridos, responsabilidad ante los otros hombres, responsabilidad sin sentido y sin concepto ante lo que titubeantes podríamos llamar ‘absolutamente otro’. Más allá de todo y de todos, incluso hasta de un posible dios, hay el no matarás. (Lo subrayo, Del Barco escribe dios con minúscula.) Frente a una sociedad que asesina a millones de seres humanos mediante guerras, genocidios, hambrunas, enfermedades y toda clase de suplicios, en el fondo de cada uno se oye débil e imperioso el no matarás”.
Si coincidimos con Del Barco, entonces Timote de JPF legitima tanto arrepentirse como renegar de la pasada simpatía por la guerrilla de una generación. Pero no exime una autocrítica. Este libro, Timote, lo es.
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