› Por Eduardo Grüner
Sí, puede ser que Timote sea “novela negra”. Y non-fiction. Y guión acelerado, con raccontos y primeros planos y precipitaciones de peripecias, que muy bien podría ser una remake invertida de Ultimos días de la víctima –también es ése el “tema”, con la misma ambigüedad, o intercambiabilidad, entre víctimas y victimarios–. Con la salvedad, se entiende, de que en ninguna de esas novelas, o crónicas, o películas, “trabajaban” Hegel, ni Sartre, ni Fanon. Parafraseando al famoso principito indeciso, sobre Timote se podría decir: “Hay más filosofía entre el cielo y la tierra de la que tus ficciones pueden abarcar”. Así que ahora estamos en otra remake invertida, esta vez del “Heidegger”. La hazaña es notable: no se trata de una “novela de tesis”, como se decía de las de Sartre –mal, y para ningunearlo; y andá preparándote: lo van a decir también de la tuya, si no lo hicieron ya–. Pero no. Aquí los “personajes” (que son ficcionales, aunque hayan vivido y sobre todo muerto) no hacen “filosofía”. En todo caso, la filosofía se hace en sus acciones: es como una Gladiator que los empuja a la Nada. Y “Nada”, ya sabemos, no quiere decir “nada” (aclará por favor que la segunda va con minúscula). Quiere decir ese “desgarrón en el orden de las cosas” de la bella frase de Foucault. “Hay que partir de hechos seguros, que tengan la regularidad del movimiento de los astros”, dice en algún momento el Narrador en indirecto libre. Todo el sentido del texto, sin embargo, es el de demostrar eso mismo como Imposible, como delirio omnipotente para el cual la Historia es una ventana que se puede controlar. Ni el Narrador tiene aquí el control de una historia –de una narración– que no le pertenece: desde el momento en que se apretó el acelerador para huir hacia delante, hay que saber que cuando menos se la espere aparecerá la pared para estrellarse. ¿Se trata, pues, de una historia trágica? Sí, claro: hay, para empezar, eso que se llama la hybris, el “pecado de soberbia” del héroe que realmente cree que puede sortear la maldición de la casa de Lábdaco, y todo lo que consigue es arrojar más peste sobre la Ciudad. Sólo que aquí no hay “héroe”, en el sentido trágico: lo son todos, es decir ninguno. Y sobre todo no hay Coro. No es que no lo haya: no lo tiene la historia que se hace en los “personajes”. Ni los matadores de Aramburu ni Aramburu parecen responder a nadie: no han sido designados por el Destino, ni señalados por el Oráculo. Mucho menos son emisarios de la polis, del “pueblo” que encarna, con sus dudas y contradicciones, el Coro. No hay más voces dentro de sus cabezas que las que ellos mismos se hacen escuchar para persuadirse de su Misión. Eso no los hace, de ninguna manera, iguales –ni siquiera bajo una teoría de los dos ángeles: justamente, son incomparables, “inconmensurables”, como debe ser en una tragedia, donde los polos en conflicto ni siquiera están en un terreno común donde a la guerra se le pudieran poner palabras que ambos entiendan, aunque fuera para matarse: ni la palabra “Dios” les dice lo mismo, apenas la usan para hablarse, como “significante vacío”–. Pero hay en ambos una misma imposibilidad de concebir que aquellos que están persuadidos de “representar” pudieran tener algo distinto que decir, o eligieran sencillamente hacer silencio, pensar en otra cosa. El “personaje” Aramburu parece por momentos, en ese sentido, más lúcido: su propia canallez le hace atisbar una línea de sabiduría política, pero sobre el otro, el que ya dirige la 9mm a su pecho para aventar hacia la Nada toda posibilidad de lucidez con un pequeño, casi imperceptible movimiento de su dedo índice: así de fácil se cree poder hacer la Historia.
Entonces: tragedia, sí, pero sin Coro. O sea: no una farsa sino un “drama luctuoso”, como hubiera dicho Benjamin, que ya en el mismo momento de ser planteado es un edificio en ruinas. Si un héroe de Faulkner, entre el Dolor y la Nada, elegía el Dolor, esto no es exactamente que elijan la Nada: más bien, entre Hegel y Sartre, entre el determinismo de la astucia de la Razón histórica y la condena de la libertad, eligen mirar para otro lado, pisar el acelerador y huir hacia adelante. Tragedia, lo que se dice verdadera tragedia, es la del Coro ausente, al cual nadie le dirige la palabra, del cual nadie escucha sus advertencias o sus temores. Y la tragedia del Coro, en esta historia, a la salida de Timote, recién empieza.
No sé, José, si deberíamos agradecerte por este libro. No hay, en este país, la costumbre de agradecer a los que apuntan con el dedo a un dilema trágico sin después señalar la salida. ¿Qué raro, no? A los llamados “intelectuales” se les piden “salidas”. Es decir: se les pide que sean héroes que silencien, también ellos, al Coro. Que sustituyan con su propia hybris lo que sólo el Coro podría decidir. Pero, ¿y si la famosa “función” del intelectual fuera simplemente –¡simplemente!– la del mensajero que avisa de la llegada de la Peste? Antes, al mensajero lo mataban. Ahora, en la era de la “corrección política”, es posible que sólo lo puteen. Bancátela, José. A la literatura argentina le hacen falta más puteadas. Por ahí, si son lo suficientemente fuertes, se asoma el Coro a ver qué pasa.
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