Dom 27.12.2009
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RECUERDOS DE MICHAL MARES

Kafka y los anarquistas

En el tercer y cuarto año anteriores a la Primera Guerra Mundial encontraba cada día al doctor Franz Kafka en la por entonces llamada Niklasstrasse. El hacía su trayecto matinal hacia el despacho, pasando por el Altstädter Ring, las calles Celetná y Poríc, hasta el edificio del Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo. Así que, antes de conocernos personalmente, ya nos conocíamos y, sin embargo, no nos conocíamos. En nuestros encuentros nos rozábamos fugazmente con una sonrisa, con una especie de “mirada de simpatía”. En primer lugar, los días laborables nos cruzábamos casi siempre en el mismo punto, delante del entonces café Holland. Y en segundo lugar, los dos llevábamos sombrero, lo que despertaba la atención del otro. Franz Kafka, un sombrerillo de fieltro, negro, calado, un bombín. Y yo ese famoso tipo de sombrero al que llamaban “no aflojemos” o también “a la Ravachol”. (Para quien no sepa quién era Ravachol, hay que recordar que se trataba de un terrorista que al grito de “¡Escuchen la voz del pueblo!” lanzó una bomba en el Parlamento francés). Algunos días me encontraba a Kafka con el sombrero bajo el brazo, cuando no llevaba dos o tres volúmenes de poesía. Pero también con la cabeza descubierta y sin libros, caminando con los brazos a la espalda, a la manera de Beethoven, observando la vida en las calles y en los jardines públicos con su mirada oscura y penetrante. Aquellos sombreros y la pajarita eran entonces algo así como los emblemas de la juventud antimilitarista, de los artistas, pintores, literatos, filósofos, bohemios y demás personajes que siempre andaban perdidos en ensoñaciones o que, por el contrario, estaban seriamente comprometidos o inspirados desde el punto de vista político. Y así al ver por la calle a Franz Kafka, aquel muchacho alto como un árbol, de piernas largas, vestido de manera fabulosa, nos reíamos y nos hacíamos esta pregunta que no llegábamos a expresar: ¿qué es lo que eres, querido, siempre tan guapo y con una sonrisa? La suya era una sonrisa especialmente hermosa. Era la sonrisa de una persona afectuosa, aun cuando en su mirada oscura se pudiera leer claramente: soy una persona muy seria, pero un poco de picardía forma parte del lado bueno de la vida. Y así un día, a finales del invierno de 1910, detuve a este hombre alzando ligeramente mi sombrero y metiéndole en la mano un panfleto anarquista en el que se anunciaba que el Club de la Juventud y la asociación política Vilem Koerber invitaban a sus amigos a una conferencia sobre el tema “Amor libre”. Con ello se acabó nuestro mudo saludo, aunque nunca nos presentamos el uno al otro. La conferencia tuvo lugar en el restaurante De París. La ponente era una joven y hermosa anarquista, la camarada Louisa Stychová, esposa del ingeniero del mismo nombre, y hasta no hacía mucho aún señorita Vorlícková, de Radbor. Kafka, mi conocido desconocido, acudió. Vino asimismo a la siguiente conferencia de la citada ponente sobre el tema “Contra la guerra-Huelga de madres”. También estuvo presente cuando habló Karel Vohryzek, el orador más conocido por entonces del movimiento anarquista (más tarde sería acusado de ser confidente de la policía), con motivo de la proclamación del cuarenta aniversario de la Comuna de París. Ahora veía a Kafka con más frecuencia en estas ocasiones. Casi siempre se sentaba solo. Nadie le conocía. Un oyente silencioso, atento y pensativo. Ante él había casi siempre un vaso de cerveza que apenas tocaba.

Como joven entusiasta, yo hacía de todo por el movimiento. Trabajaba como agitador, librero ambulante, pegaba carteles, hacía de portaestandarte, de organizador, de orador, pero también de cajero a la salida, con un plato en la mano. Por lo general, en beneficio de los presos políticos, de los mineros en huelga en el norte de Bohemia, para cubrir gastos. Cada uno daba según sus posibilidades. La mayor parte de las veces eran monedas de cinco o seis céntimos y algún florín. Aunque esto último era ya una rareza. Pero el huésped al que yo había invitado añadía siempre modesta y discretamente una moneda de cinco coronas a la calderilla. Una moneda de cinco coronas con el emperador Francisco José en una cara y el águila austríaca en la otra. Una pesada moneda de plata. No dejo de decirme: con ese dinero se podían comprar entonces sesenta salchichas o longanizas... Un día, cuando me saqué de debajo del abrigo un ejemplar de las confiscadas Palabras de un rebelde, de Kropotkin (libro que costaba una corona), nos dimos la mano y nos dijimos nuestros nombres.

Kafka también asistió a la asamblea que tuvo lugar en la sala U velké Prahy (“A la gran Praga”), que fue disuelta por la policía y en la que el camarada ingeniero Vlastimil Borek habló en contra de la ejecución del anarquista Liabeuf en París. Para una persona como Kafka, que sacaba más de una cabeza a los demás mortales, resultaba muy difícil escapar. Y tampoco lo intentó. Se quedó callado en medio del tumulto que se organizó entre la policía y los asistentes al mitín. Y como no se “disolvió” en nombre de la ley, le llevaron a la comisaría. Pero allí se mostraron clementes: una multa de un florín o veinticuatro horas de arresto, según lo estipulado. Kafka, sin duda un empleado puntual cada mañana, no se quedó a pasar la noche allí, pagó un florín y quiso también pagar por mí. Dándole las gracias, tomé el dinero para el fondo y me quedé a pasar la noche en la comisaría con el pastelero y escritor Kamil Berdych, hoy día olvidado. Otros, acusados por el agente de policía de desacato o injuria, fueron llevados a Jefatura en el furgón de color verde. Poco después, Franz Kafka se marchó unos días a Berlín, desde donde me envió un par de postales. Menos una, las perdí todas. Eran postales a las que no se les podía poner ningún reparo, y por eso las conservé largo tiempo.

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