› Por Angela Pradelli
En el ’95 viajaba a un congreso de literatura en California y antes de subir al avión una amiga me regaló Santa Evita. No me pregunten más, no sé si hubo tormenta, pozos de aire, no sé si el avión hizo alguna escala, no sé. Es que empecé a leer la novela antes de despegar y ya no pude dejarla. Creo que no me había pasado eso antes, abrir una novela y no poder cerrar el libro hasta terminarlo. Se pensará en el placer de la lectura, claro habría que aclarar que en términos barthianos el placer está asociado a la idea de consistencia del lector que se asegura con los valores de comodidad, plenitud y relajamiento. No fue ésta, sin embargo, mi experiencia de lectura con Santa Evita sino de goce, que Roland Barthes define como aquello que en lugar de consistir al lector, lo pierde y por lo tanto la experiencia de lectura se vive como el puro gasto que el goce es. Las lecturas que nos hacen gozar, como Santa Evita, perturban, nos permutan, nos transmutan, estallan en nosotros, y nosotros nos pulverizamos en sus páginas justamente porque “operan ese derroche del yo que se pierde”.
En la universidad conocí a dos profesoras argentinas con quienes compartí departamento en el campus. Nos quedábamos hasta la madrugada hablando de literatura y de la vida, pero no como temas separados sino con la sensación de no saber nunca dónde terminaba una y empezaba la otra. Habían pasado ya unos días y yo seguía tomada por la novela de TEM y no podía sino releer fragmentos una y otra vez. Admito que mis compañeras me observaban con cierto recelo. Un día me levanté y vi que una de ellas estaba parada frente a la mesa en donde yo había dejado el libro. Evita y ella. Frente a frente. Nunca podré leer este libro, me dijo. ¿Por qué?, le pregunté. Porque detesto a esa mujer, me dijo. Ese día nos quedamos también hasta tarde; y aunque tomamos helados del pote como todas las noches, casi no hablamos. ¿Santa? Oí que mi compañera murmuraba, ¿Evita Santa?
Pero la Evita de papel parece ejercer tanta fascinación como la real y después de unos meses mi amiga me llamó para contarme que había leído la novela. Se hizo un silencio del otro lado, yo no me animaba a preguntar pero finalmente ella lo dijo. Nunca leí nada igual, dijo, y cortó.
No es un dato menor que Rodolfo Walsh había escrito uno de los mejores cuentos de la literatura argentina, no era fácil medirse con Esa mujer. Pero ¿por qué Santa Evita es una novela excepcional? ¿Qué hace que la Evita de Tomás Eloy Martínez nos enloquezca? En sus ensayos Barthes diferencia la novela de “lo novelesco”. Retoma luego esta idea en algunas entrevistas y lo explica así: “Lo novelesco es un modo de discurso que no está estructurado de acuerdo con una historia; es un modo de notación, de inversión, de interés por lo real cotidiano, por todo lo que pasa en la vida”. Quizás éste sea el punto, TEM construye esta novela alzándola sobre las zonas más novelescas de la historia argentina, y además, hay que decirlo, consigue como pocos escritores que su Santa Evita muestre la política fundida con los discursos de los políticos y, por sobre todo, con lo político, ese orden fundamental de la historia.
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