› Por Leila Guerriero
Entre 1961 –cuando renunció al diario La Nación– y 1962 –cuando empezó a trabajar en Primera Plana–, Tomás Eloy Martínez fue un hombre pobre, un profesor de las universidades de La Plata y Córdoba, donde le pagaban tarde y mal. “Viví meses sin un peso. Era tan pobre que miraba todo el tiempo los rincones de la vereda para ver si se le había caído una moneda a alguien. Pasé una Navidad con una cena de papas y zanahorias, acompañada por mayonesa de zanahorias”, decía. Durante ese tiempo, sin embargo –y antes, y después–, hubiera podido regresar a su provincia y trabajar en el diario La Gaceta de Tucumán, del que su familia era accionista. Pero se mantuvo –tozudo o rebelde o espantado ante la idea de volver, quién sabe– en pago ajeno. Como es sabido, al fin todo salió muy bien (los libros, los medios que fundó, los premios y las traducciones), pero en aquel tiempo de papas y zanahorias no podía saberlo, y la apuesta pudo haber salido mal. Eso, así, quiere decir que es probable que el hombre que acaba de morir haya tenido muchos talentos y que ése –la insistencia en una convicción– no haya sido el menor.
Se intenta, por estos días, hacer recuento: de influencia, de huella, de legado. Quizá podría decirse que era un periodista tan severo en la obtención de datos como capaz de construir frases ajustadas cual paño sobre piedra ruda: “Bajo el cenotafio del Parque de la Paz, en el vientre de un arco de cemento donde todas las mañanas aparecen flores nuevas, todavía siguen fundiéndose con la tierra los andrajos y la sangre de doscientos mil hombres (...); allí también, en Hiroshima, dentro de un bloque de piedra, se entrelazan los nombres de los que cayeron repentinamente muertos un día de verano, convertidos en agua, en quemadura, en fogonazo: los nombres que ahora se consumen entre cenizas y magnolias”, escribía en Los sobrevivientes de la bomba atómica, un texto de 1965 incluido en Lugar común la muerte. Que tenía la contagiosa convicción de que el periodismo y la literatura exigen la misma entrega, reclaman la misma calidad e igual desvelo. Que extremaba el cuidado del idioma: que no había palabra, coma, punto aparte que no estuviera allí por un motivo. Que sus textos dialogaban con la pintura, la música, la literatura, el cine, la filosofía, y que hacía que eso, tan difícil, pareciera fácil. Que, puesto a elegir, no renunciaba a nada: “(...) no quiero renunciar a nada que prive a mi lenguaje de todos los recursos y las técnicas que ese lenguaje ha ido aprendiendo a fuerza de ejercitarse cotidianamente, a fuerza de buscarse a sí mismo. No quiero castrar a ese lenguaje de la pasión investigadora que se le adhirió al pasar por el periodismo, ni de la fiebre visual que se le contagió al escribir cine o textos sobre cine; no quiero privarlo de los sobresaltos que lo transfiguran cuando oye música, ve un tríptico de Hyeronimus Bosch o reconoce el habla de su infancia en los campos de Tucumán”, escribía en un artículo llamado Entre la realidad y la ficción, publicado en Babelia. Y que, sin renunciar a nada, vivió escribiendo y escribió sobre Bush, Chávez, Borges, Judas, Canetti, Perón, Eva, Hume, Foucault, Lacan, la Marilyn, Uribe, Chaplin, la cultura narco, Billy Wilder, Clarice Lispector, la ilusión referencial en la literatura según Barthes, el peronismo y el Martín Fierro. Que escribió hasta el final y sobre todas las cosas. Y que hubo, en ese empeño, en esa tozudez –en esa insistencia por decir que uno es lo que hace y que por tanto debe hacerlo hasta el final porque ése es, también, el gran cobijo–, más huella y más legado que en una obra entera.
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