Domingo, 6 de junio de 2010 | Hoy
MARADONA, LOS INGLESES Y EL MUNDIAL POR TELEVISIóN
Por Ariel Magnus
Mi primer recuerdo mundialista es el 2 a 1 a los ingleses, que no vi en vivo y por eso hoy siento que no viví. En aquel entonces yo tenía diez años y el gobierno no había tenido aún la genial idea de permitirles a los chicos presenciar los partidos en el aula. Lo único que recuerdo de esos goles que luego miré hasta el hartazgo y hoy podría describir como si los hubiera hecho yo (tal vez ese sea el efecto que busca la repetición obsesiva de las proezas maradonianas, que por una vez en la vida el “ganamos” nos involucre verdaderamente a todos, que el país mire la mano de Dios hasta ser Dios), lo único que recuerdo de esos goles es el patio de mi escuela, con las persianas metálicas de la parte secundaria abriéndose y cerrándose violentamente. Deben haber gritado desde allá arriba, pero en mi recuerdo la noticia de los dos goles me llega en tandas, como el confuso eco de su relato. Supongo que porque primero vino el trueno inarticulado al que uno se acopla por reflejo y recién después la luz sobre lo ocurrido: sí, del Diego, de cabeza, o quizá con la mano; sí, de nuevo el Diego, dicen que después de gambetearse a medio equipo. Era información de tercera o cuarta mano, salida para colmo no de un televisor sino de la radio. Pero quizás era esa la forma más verosímil de asistir a esos goles improbables, a esa victoria más bien imposible.
Desde entonces, nunca más en la vida me perdí un partido de Argentina (bueno, casi: me perdí el gol de Palermo a Perú; si creyera en las cábalas, no debería mirar más fútbol, pero nunca fui un buen judío...). De ahí que todos mis otros recuerdos mundialistas involucren un televisor. El de la casa de mis padres durante la final del ’86, el de la casa de Manuel cuando nos dejaron afuera en el ’98, el de un bar berlinés, muy temprano a la mañana y lleno de malditos suecos, cuando Bielsa demostró que un gran técnico no necesariamente te lleva muy lejos en un mundial (ecuación que esperemos vuelva a demostrarse ahora, por la inversa). Pero no obstante haberme fumado toda esa seguidilla de lacerantes decepciones que han sido los mundiales desde el glorioso año ’86 (también porque ese año el glorioso River Plate salió campeón de todo), es muy poco lo que recuerdo de los partidos mismos, y sería incapaz de repetir la formación de ningún equipo argentino. Eso se debe sin duda a que tengo pésima memoria, pero creo también que la televisión es lo contrario a la experiencia, al menos en el sentido memorable del término. Muy pocos podrían ver un mundial si no fuera por la tele, pero a la vez de esa experiencia única sólo queda el aparato, la gente que lo rodeaba quizá, con suerte retazos de lo que hicimos antes o después. Mi sensación al menos es que el partido televisado se consume entero en el momento de su consumo, como un porro.
Cada vez que me pregunto qué necesidad hay de levantarse muy temprano o quedarse hasta muy tarde a ver un partido en vivo me acuerdo de aquel que no vi, y ya no dudo. Parece idiota tener la compulsión de presenciar un evento en el que no participamos o que en todo caso va a desarrollarse sin nuestra invisible presencia, pero lo cierto es que lo más excitante que tiene para ofrecer ese evento es precisamente el hecho de que ocurre en un momento específico del tiempo y que si no se lo disfruta (o se lo sufre) en ese momento, se ha perdido lo mejor de él. Desde aquellos goles que no vi en vivo (y que podría haber visto, si hubiera sido un cacho más avivado) me desvivo por ver todos los goles en el momento en que ocurren, consciente de que más temprano que tarde el olvido me quitará lo mirado. Todo lo que hay para vivir en un partido por la tele hay que vivirlo en esos minutos, después no queda nada, una pantalla negra. Es como si con cada partido Dios inventara el fútbol y volviera a destruirlo, hasta el próximo. Por eso no deja de parecerme significativo que los partidos del Mundial sean siete. Y rezo para que esta vez Diego nos lleve hasta el séptimo, y que no descanse.
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