Domingo, 6 de junio de 2010 | Hoy
1978-2010: A CONTRAMANO DE LA HISTORIA
Por Marta Dillon
Es inevitable. No puedo escribir sobre los mundiales de fútbol sin empezar por el primero del que tengo memoria: 1978, el año de la melancolía y el desconcierto. El año de la esquizofrenia. En mi familia los festejos estaban proscriptos, aunque nadie se tomó el trabajo de explicarme por qué. Era una niña agrandada a los 12 años pero aun así no lograba unir el secuestro y la desaparición de mi mamá, en octubre de 1976, con la necesidad de autoexcluirnos de la fiesta de papelitos y televisión en colores en la que mis compañeras de colegio tenían asistencia perfecta. Supongo que no era algo que se le podía pedir a una nena a la que ya se le habían dado demasiadas consignas contradictorias como no hablar de lo que “había pasado con mamá” –¿dónde estaba mamá?, ¿cuándo íbamos a poder verla?– pero a la vez explicar en la escuela que los cuadernos de comunicación los firmaba mi padre por “razones ajenas a su voluntad” –papá me había explicado que era la fórmula correcta para no mentir ni decir la verdad–. O ver los partidos y gritar los goles en casa pero no salir a la calle a participar de la fiesta colectiva, justamente cuando esa alegría de lo colectivo también había desaparecido casi dos años antes. Con ese barullo me vi obligada, en séptimo grado, a escribir una composición sobre “El Mundial” elogiando la gesta nacional y nuestra renovada imagen como país frente al mundo. No recuerdo qué escribí. Recuerdo que después de entregar dos hojas con los renglones plagados de letras mis dos maestras me encerraron en un depósito para que explicase qué había querido decir en determinadas líneas, algo que evidentemente no pude hacer.
Con ese puntapié inicial, para abusar de la metáfora futbolera, mi historia con los mundiales siguió yendo a contramano de la historia. Salteemos el del ’82 porque no conozco a nadie que lo recuerde. Sin embargo podría haber visto por la tele el del ’86, la gran revancha de un país ahora en democracia que se llevó la copa sin sospecha de haber pagado a rivales para que ablandaran su arco. Pues no, no lo vi. Fue uno de los años más tristes de mi vida, ¿sería el aniversario número 10 de la desaparición de mamá? ¿Que cumplía 20 y estaba tan sola, tan perdida y tan desorientada que sólo tenía ganas de llorar en hombros que iban cambiando hasta que la paciencia les permitía consolarme? A quién le importa. Creo que ni siquiera ese año supe del triunfo de la Selección. Creo que no me enteré si no hasta 1990, cuando llegó otro mundial con su esperanza vestida de celeste y blanco y toda la liturgia a la que ahora mismo asistimos. Vi algunos partidos de ese campeonato. Palpité con las atajadas de Goycoechea y creo haber comentado con alguna amiga lo guapo que era para ser jugador de fútbol. Es que en mi imaginario de niña setentista los jugadores de fútbol eran feos y brutos, para nada lookeados como la Brujita Verón, a cuyos pies me rindo tenga o no la pelota entre ellos. Pero en algún momento me perdí. El fixture que nos hizo avanzar en aquel año de cuartos a semifinales se diluyó en pos de una nota que estaba haciendo entonces con niños que vivían en la estación de subte Esmeralda de la Línea C. Aunque esos niños me otorgaron alguna noción de aventura cuando emergimos de su precaria vivienda directo a la calle Lavalle aprovechando el silencio de muerte que generan los partidos de la Selección en épocas de mundial. Como en una propaganda mala, la calle desierta empezó a poblarse de hinchas, banderas y bocinazos y antes de que pudiéramos llegar a un kiosco en el que pagaría con chocolates la confianza que esos niños me habían brindado ya estábamos siendo arrastrados por una marea de corazones argentinos henchidos de orgullo –¿sería el día que le ganamos a Italia?– y de bolsillos flojos al alcance de mis acompañantes. No tuve que pagar chocolates, mis gurrumines me dieron el dinero suficiente para comprar Big Macs para todos –y no, ellos no podían entrar al McDonald’s–, recaudación conseguida en el mismo tiempo en que se repite “Argentina, Argentina”.
La última imagen memorable que guardo de mi historia con los mundiales sucede en 2002, en una casa en La Boca –mi casa de La Boca– en una madrugada tan fría como melancólica. Eramos tres mujeres despiertas para la ocasión –el campeonato se jugaba en Corea y los partidos sucedían a horarios imposibles– que no necesitábamos de compañía masculina para manifestar nuestro amor por el fútbol. O al menos las ganas de participar del colectivo albiceleste. Le pusimos garra al asunto. Nos manifestamos embelesadas por la carita de ratón de Pablito Aimar, le miramos el culo a la Brujita y creo que a Zanetti y hasta defendimos el estilo de Claudio Paul y Juan Pablo Sorín. Pero nos comimos el festejo del empate ante Suecia, que no alcanzó y nos dejó fuera del mundial en primera vuelta borrando todas nuestra madrugadas en vela, toda excusa para seguir mirando pantaloncitos cortos y piernas musculosas como poemas. Es cierto que dos de las que estábamos ahí tal vez ya comenzáramos a aburrirnos de ese olor a vestuario que despide el fútbol. De hecho ambas estamos en pareja con mujeres con quienes hemos compartido el olvidable mundial pasado –la tercera de nosotras se casó con un ciclista, lo que muestra a las claras quién convocaba en torno de los cuádriceps–. Eso no invalida, claro está, las ganas de ver a los chongos en acción sudando la camiseta mientras el tiempo se suspende alrededor, que eso es lo que más me gusta de los mundiales. Permiso para hacer nada durante el tiempo que dure la contienda, que ojalá llegue esta vez hasta julio, a ver si se me borra de una vez por todas este sino melancólico que me hace creer, estúpidamente, que para que Argentina gane mundiales yo tengo que estar lejos de la tele.
PD: Sí, también recuerdo cuando al Diego le cortaron las piernas. Pero eso es demasiado triste como para andar reviviéndolo.
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