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Domingo, 4 de julio de 2010

Sexto sentido

Marcel Proust no fue el único adelantado encargado de demostrar que la ciencia no es el único camino hacia el conocimiento. Como recuerda Lehrer, otros grandes escritores, pintores, fotógrafos, chefs, en fin, artistas, se anticiparon y exploraron a su manera los misterios de la realidad, muchos de ellos influidos por el clima científico de su época. Y sugirieron de paso, muy a pesar de los reduccionistas, que la vida no es únicamente química y que el universo es mucho más que moléculas en movimiento.

La novelista inglesa George Eliot (1819-1880), por ejemplo, deslizó en su obra Middlemarch las ideas de neurogénesis y de la maleabilidad del cerebro. “La mente es tan activa como un fósforo”, escribió.

Paul Cézanne, por su parte, fue preciso en su descripción del proceso de la visión. Sus abstracciones revelan la anatomía cerebral humana: que la mente no es una cámara, que ver es imaginar, que la experiencia visual trasciende los píxeles de la retina.

La escritora estadounidense Gertrude Stein expuso la estructura profunda del lenguaje medio siglo antes que Noam Chomsky expusiera que el ser humano viene al mundo con una dotación genética –una gramática universal– para desarrollar el habla y la escritura. El chef Auguste Escoffier examinó la esencia del gusto y encontró el umami (el quinto sabor). Y Virginia Woolf sondeó el misterio de la conciencia, cómo surge el yo, aquel que emerge de nuestras fugaces interpretaciones del mundo. Lehrer lo aclara: “El yo es simplemente ese sujeto; ese relato que nos contamos a nosotros mismos sobre nuestras experiencias. Como escribió Woolf en su memoria inacabada: ‘Somos las palabras mismas; somos la música; somos la cosa misma’”.

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