SILVINA OCAMPO POR ESTHER CROSS: UN FRAGMENTO DE UNO DE LOS PRóLOGOS DE LA BIBLIOTECA
› Por Esther Cross
En las reuniones siempre hay una persona tímida. Habla tan poco que no se la ve. No es sólo una invitada. Es un testigo. El silencio la hace casi invisible y entonces puede meterse en todos lados sin que nadie se dé cuenta. Los otros hacen preguntas, pero ella observa al que pregunta y al que responde porque sabe que mirar con atención es hacer una pregunta importante.
Los cuentos de La furia fueron escritos por una de esas personas, una escritora que era una isla de carácter. Fue la hermana menor de Victoria Ocampo. Fue la mujer de Bioy Casares y fue amiga de Borges y otras celebridades literarias de su tiempo. De bajo perfil y pocas palabras, Silvina Ocampo pudo ver más que muchos de ellos. Desde su escondite –que fue su punto de vista– vio a las personas y a las relaciones entre ellas. Lo que vio y lo que entendió de las personas está en estos cuentos. Que el libro se llame La furia no es algo casual.
Al leer, somos algo más que invitados al mundo que nos muestra el escritor. Somos sus testigos. Entramos en la versión de la vida que el escritor fue armando en sus historias. Nos hacemos preguntas casi sin darnos cuenta, como al llegar a un lugar desconocido. ¿En qué mundo ingresamos al abrir este libro? ¿Qué puntos de contacto tiene ese mundo con el nuestro? ¿Qué lectura de la vida nos propone la persona que escribe? ¿Qué opinamos sobre eso? ¿De qué está hablando? ¿Cómo es este libro?
Para empezar, este libro de cuentos está solo en la reunión de los libros de su época. No se parece a ninguno. Está bastante solo, también, en la reunión de todos los libros, a lo mejor porque habla de un mundo que pocos quieren ver (al ver algo tenemos que admitir, por lo menos, su existencia: está ahí, lo vemos). El mundo de La furia se parece al mundo normal, de todos los días. Es, de hecho, ese mundo que todos conocemos, pero la escritora enfoca algunos detalles con su lupa y esos detalles revelan que el mundo de todos los días, nuestro mundo familiar y de siempre, es también un mundo cruel. Muestra las historias secretas que contiene. Revela que ese mundo, civilizado y social, encierra acciones brutales, como esas familias que ocultan a la pariente loca e incendiaria en un desván con llave. La vida de los cuentos de La furia es cruel.
Pero no sólo es cruel, también es un mundo perverso. Entre la crueldad y la perversión hay una diferencia, y esa diferencia es la brújula de este libro, lleno de gente común, que puede ser peligrosa y dañina si se la mira de cerca. Los cuentos de La furia hablan de esa diferencia. Es una diferencia sutil, pero importante. Una vez que la entendemos, no podemos olvidarla. Lo sabemos por primera vez y ya lo sabemos para siempre.
Si un hombre, enojado, tortura a un perro, decimos que es cruel. Si lo hace con una sonrisa, estamos ante un perverso. Ahí donde cualquiera, a veces hasta el criminal, siente culpa o le teme, por lo menos, al castigo (ese cobrador pesado de la culpa), el perverso, en cambio, siente lo contrario de la culpa: nada.
No siente incomodidad o remordimientos. Disfruta con la angustia del otro, lo rebaja y tortura. Llega al extremo de decirle que lo hace por su bien. Mata lo que hay de humano en la persona que quiere dominar. “Por miedo de perderme no quieres que mire, ni que pruebe nada, no quieres que viva. Quieres que sea tuya como un objeto inanimado”, dice una mujer en un cuento que se llama “El castigo”. La perversión es un crimen perfecto (puede matar sin dejar cadáveres), el más sutil y dañino de todos. Es el crimen perfecto porque es difícil inculpar al asesino. Sus móviles son enigmáticos (quién puede entender, después de todo, la cabeza de un perverso, qué es lo que quiere, qué es lo que encuentra en cada caso especial). Por otro lado, el perverso se ocupa de que su víctima guarde, por miedo o por vergüenza, el secreto de la perversión.
Cuando le preguntaron cómo se le había ocurrido el cuento “Las fotografías” (donde los seres queridos someten a una enferma a una terrible sesión de fotos), Silvina Ocampo respondió que se había inspirado en la crueldad de la vida misma, cuando aparentemente es alegre. ¿Quién puede culpar a la familia y su buena voluntad? ¿Podemos echar en cara a los seres queridos que nos ahoguen con sus recomendaciones y cuidados excesivos? Silvina Ocampo fue capaz de descifrar ese mecanismo sutil y mortífero porque supo mirar, pero también porque tenía buen oído. Oía la nota que desafina en algunos temas de amor. “La ternura, la bondad y el cariño mal impuestos pueden ser crueles”, dijo en una entrevista. De más está decir que la palabra “impuestos” es la que hay que subrayar en esta frase.
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