LA EXPERIENCIA DE UN ESCRITOR EN UN AULA DEL CONURBANO
› Por Guillermo Saccomanno
No creo que muchos escritores se le animen a una clase de escuela media del conurbano. Pero que los hay, los hay. Es que no es sencillo encarar las aulas de la marginalidad, esos pibes que vienen de pobreza, violencia, droga, alcohol. A algunos les cuesta expresarse con algo más que un ininteligible fraseo primal. Estos son los pibes a quienes los docentes deben transmitirle el amor a la lectura. Pero, ¿cómo transmitir ese amor cuando no se lo siente? Más de una vez en los colegios planteo que los docentes no leen. “Los adolescentes, querrá decir”, me quiso enmendar una maestra. “No, le dije. Entendió bien: dije los docentes.” La mujer, como varias de sus colegas, me miró con odio. “A ver, cuéntenme qué leyeron anoche”, les pregunto. Silencio.
Por supuesto, hay causas, razones, determinaciones sociales que hacen que las maestras y maestros puedan preferir a la noche Tinelli, baile de caño, pizza y birra; y, excepcionalmente, los progres, el discurso facilongo de 6, 7, 8. No los culpo. Estoy convencido de que los docentes deben ganar más que un diputado, pero también de que ellos eligieron la trinchera en la que se encuentran. Y es una trinchera donde bajar la guardia es riesgoso. Las víctimas están ahí, en sus pupitres, frente al pizarrón, expectantes. Y por la expresión tienen todo el aspecto de estar en otra, en otra realidad que no es la del aula. Una más cruda.
El año pasado, junto con un grupo numeroso de escritores, participé en la movida del plan de lectura del Ministerio de Educación, iniciativa formidable: se imprimía un relato de cada escritor y luego se lo distribuía, en formato fascículo, en las aulas de los colegios. Más tarde, una vez que los alumnos habían leído el relato en la clase de literatura, el escritor iba al aula y conversaba el texto y sus aspectos con sus lectores. La actividad, en los colegios de clase media, se cumplía. Pero en más de una oportunidad, en colegios más golpeados –que son los más–, el resultado no era el esperado. La frustración no dependió del ministerio, ni de los autores. Fue responsabilidad de los mismos docentes.
Me acuerdo de un colegio del conurbano. Al llegar al cole, nadie sabía dónde estaba el paquete con los fascículos. Nadie los había visto. Hasta que una funcionaria del colegio pareció reaccionar de un ataque de amnesia y recordó dónde estaban guardados. Los fascículos del Plan de Lectura habían sido archivados en un depósito. Ni se los habían pasado a la profesora de Lengua. Tampoco la profesora de Literatura se había interesado por la cuestión. Además, ese día la profesora de Literatura no había llegado aún. Por lo tanto, la actividad la iba a coordinar otra profesora, la de Inglés. No era un día tranquilo en el colegio. Habían faltado celadores. Y profesores. Las pibas y los pibes, casi el colegio entero, hacían quilombo en el patio. Tarde, pero al fin, apareció la profesora de Lengua. Y fuimos al aula. Como habían faltado profesores, la directora tuvo la idea de juntar dos divisiones. Preferible meterlos en esta actividad, aunque no tuviera nada que ver, a que estuvieran alborotando en el patio. Me pregunté cómo manejar la situación. Sesenta alumnos me superaban. Además no se trataba sólo de que no hubieran cumplido con la actividad: leer un cuento. La profesora tampoco tenía demasiada idea de qué se trataba el plan. Se me ocurrió que si no habían leído antes el relato, bien podríamos leerlo entre todos en clase. Pero esas pibas y pibes apenas sabían deletrear una palabra. Con paciencia, les propuse que cada uno leyera una frase y le pasara luego el fascículo a un compañero, una compañera. De ese modo, pensé, el relato se hilvanaba, se construía una lectura colectiva. Y terminaríamos de leer el cuento. Quien leía una frase, con dificultad, balbuceando, pasaba el fascículo con alivio. Se tardaba en completar el sentido del relato, pero era algo.
Desde el fondo, unos pibes bardeaban. Dados vuelta, bardeaban. El bardo iba en aumento. Pronto fue imposible la lectura. Le pedí a la profesora que dejara retirar del aula a los chabones (sí, les dije chabones) si no les interesaba la actividad. La profesora titubeó. Por fin, desconcertada, asintió. Los pibes se pararon. Ahí volví a hablarles: “Sé que tienen motivos para embolarse. Como sé que alguno de ustedes chuparon o se falopearon antes de venir al colegio. Sé también que algunos de ustedes hoy vieron al viejo fajar a la vieja. Y también que tal vez los que cobraron fueron ustedes. Sé que no la tienen fácil. Sin laburo, sin un mango. Encima, el colegio. De verdad, es mucho pedirles a ustedes, dados vuelta, que se queden tranquis en el aula. No me careteen. Pueden salir”. Los pibes empezaron a caminar hacia la puerta del aula. “Pero antes –les dije–, sepan que si cruzan esa puerta son boleta.”
Los pibes se frenaron. Atónitos, me miraban. Ahora no volaba una mosca. “Porque si estoy acá es por ustedes. Si no saben leer, ustedes no saben sus derechos. Y si no saben sus derechos, cuando la Bonaerense los agarre con un fasito, los pueden fusilar. Vayan nomás. Los ratis los esperan.”
Callados, de pronto tímidos, de pronto chicos, volvieron a sus asientos.
Continué la clase como pude. Cero heroísmo. Taquicardia sentí. Me había sacado, me reproché. Traté de disimular que me temblaba el pulso. Mi sonrisa ante el aula era de plástico. No me gustaba esta situación. Pero la remé. ¿Acaso tenía otra alternativa? Sé que esta historia no me deja bien parado. Y que se me acusará de autoritario, patotero y políticamente incorrecto. Pero fue lo que pude hacer. Y no me avergüenza contarlo.
Hace tiempo que la realidad educativa se fue al carajo. Y que no son pocos los esfuerzos ministeriales como tampoco los docentes que, en esta realidad, se debaten peleando por mejorar el nivel de la educación. Pero no alcanza. Como tampoco alcanza que los escritores pongan el cuerpo en las aulas, lo que, a esta altura, me parece, es más que un deber una misión. Los debates en el Malba o en las librerías de Palermo pueden esperar. Los pibes y pibas de los colegios estatales, no. Y, que conste, estas reflexiones no deben inquietar sólo a los docentes. También a los escritores. Porque mañana terminarán escribiendo para clientes y no para lectores. Si es que ya no lo están –perdón, estamos– haciendo.
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