› Por Christopher Hitchens
El discurso del rey es una película extremadamente bien hecha, pero perpetra una grosera falsificación de la Historia. Uno de los pocos errores de casting –el actor Timothy Spall haciendo una imitación deplorable de Winston Churchill– es el gran ejemplo de esta bizarra reescritura. Se muestra a Churchill como el fiel amigo del príncipe tartamudo y su leal princesa, y como un hombre proclive a darle una solución apropiada a la crisis de la abdicación. Pero en rigor de verdad, Churchill fue un amigo fiel del engreído y malcriado Eduardo VIII, que era simpatizante de Hitler, al punto de permitir que su afectuoso vínculo con esta gárgola dañara la costosa coalición de fuerzas que estaba desarrollándose para oponerse al nazismo.
A fuerza de tragarse sus diferencias con algunos de los viejos políticos, liberales y de la izquierda, Churchill había ayudado a construir un lobby contra la connivencia de Neville Chamberlain con el fascismo europeo. Pero, a medida que la crisis se fue profundizando en 1936, Churchill se desvió de su tarea esencial (para horror de sus colegas) para involucrarse en la de mantener al playboy filo-nazi en el trono. Es más: arriesgó su capital político al aparecer en la Casa de los Comunes (casi intoxicado, según el historiador Manchester) y pronunciar un discurso incoherente en defensa de la lealtad a un hombre que no entendía el concepto. En un discurso llegó a decir que Eduardo VIII “brillaría en la historia como el más valiente y amado de los soberanos que se han calzado la corona”.
Al final, Eduardo VIII resultó ser tan estúpido y egoísta y vano que estuvo más allá de todo rescate, y el momento se diluyó. Y Eduardo siguió siendo aquello que el film apenas insinúa: un firme admirador del Tercer Reich que tuvo allí su luna de miel con la señora Simpson, y fue fotografiado recibiendo y dando el saludo de Hitler. Durante sus viajes a la Europa continental tras su abdicación, el Duque de Windsor nunca abandonó sus irresponsables contactos con Hitler y sus marionetas, y pareció estar publicitando su predisposición a convertirse en otra marioneta (o “regente”), en caso de que la mano se diera vuelta. Es por eso que Churchill eventualmente lo hizo sacar de Europa y le otorgó la sinecura de una gobernación colonial en las Bahamas, donde podría ser supervisado sin dificultad.
Dejando toda otra consideración de lado, ¿no hubiera sido la historia verdadera ligeramente más interesante para el público? Pero parece que el culto a Churchill nunca será sometido a una inspección honesta. Y así la película discurre, cada vez con más vaselina sobre la lente. Se sugiere que, una vez que algunos obstáculos políticos han sido remontados y algunos impedimentos de la psique del joven nuevo monarca han sido superados, Gran Bretaña vuelve a ser ella misma, con Churchill y el rey en Buckingham, y un discurso de unidad y resistencia listo para ser pronunciado.
Más reescritura y vaselina: cuando Neville Chamberlain le entregó a Hitler el pueblo checoslovaco y sus grandes fábricas de municiones, obtuvo de Jorge VI un favor político inédito. Al regresar de Munich, lo recibió la escolta real con un mensaje escrito del monarca que le solicitaba se presentara directamente en Buckingham, para “poder expresarle personalmente mis más sentidas felicitaciones (y la gratitud) de sus compatriotas en todo el Imperio”. De este modo la entrega de Munich recibió la aprobación real antes de que el primer ministro se dispusiera a dirigirse al Parlamento a justificar lo que había hecho. Gran Bretaña no tiene una Constitución escrita, pero la tradición indica que la aprobación real a determinadas medidas debe darse una vez que éstas han pasado por ambas Cámaras parlamentarias. Al garantizarle este favor preventivo a Chamberlain, el rey Jorge VI y la reina Isabel “cometieron el acto más inconstitucional de un soberano británico en el siglo XX”. Las cartas y los diarios privados de la familia real prueban que esta actitud de lealtad a la política de contemporización y a la personalidad de Chamberlain fue sostenida en el tiempo por Jorge VI. El rey le dijo a su diario que no podía hacerse a la idea de Churchill como primer ministro y se había encontrado con el derrocado Halifax para decirle que preferiría que hubiera ganado él. Datos que están al alcance de cualquiera dispuesto a hacer una investigación elemental.
Dentro de unos pocos meses, una boda dará lugar nuevamente al despliegue público de la familia real. Circularán libremente términos como “unidad nacional” y “monarquía popular”. Casi todo el capital moral de esta más bien rara y pequeña dinastía alemana está invertido en el mito fabricado a posteriori de su participación en la “Hora más importante” de Gran Bretaña. Pero, de hecho, si hubiera sido por ellos, esa hora tan importante ni siquiera hubiera tenido lugar. Esto no es un detalle sino una profanación de los registros históricos, que ahora se encamina libre de obstáculos hacia su bautismo mediante el Oscar.
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