Domingo, 13 de marzo de 2011 | Hoy
Por Horacio González
David Viñas convocaba en sus últimos tiempos a ciertas reuniones en el bar La Paz. Eramos espectros; hijos póstumos de una persistencia. Debieron ser ésas de las últimas reuniones en algún cafetín de Buenos Aires para idear una revista. Pensaba una que se llamase Rodolfo, aludiendo a Walsh y Ortega Peña. Los dos Rodolfos lo acosaban desde su panteón repleto de monólogos asombrosos, salidos de una memoria que exhumaba detalles que serían obsesivos si no saludara cada pieza recobrada del tiempo con una risa que se dedicaba a sí mismo. Como si fuera ridículo ese formidable proustismo de fonda o como si quisiera probar que el tiempo estaba quebrado desde siempre, pero era posible la melancolía de un par de nombres para acompañar un vacío inconsolable.
Hombre de izquierda independiente, Viñas siempre manifestó su cercanía eventual a coaliciones políticas que en los años pasados tuvieron como centro los intentos frentistas de una izquierda clásica. Pero lo que es Viñas, en verdad, implica reconocer que él inventó la crítica literaria contemporánea. Lo hizo frente a Borges, Jauretche, Martínez Estrada, Mansilla, Arlt y Roland Barthes. ¿Demasiados púgiles en el cuadrilátero? Es que Viñas hizo de todos esos nombres un motivo de análisis fenomenológico, una reducción a las esencias. Tomó de Mansilla la oralidad memorística, el relato del pasado como recuento moral del melancólico; tomó de Arlt la ética del juguete rabioso, esto es, la alta vida del espíritu como burla pero conectada con la sapiencia del duro oficio del vivir; tomó de Martínez Estrada la mirada analítica para descifrar los signos alegóricos de los poderes que se inscriben en las fachadas urbanas; tomó de Barthes la interpretación del imperio de los signos que acosan la vida nacional; tomó de Jauretche el agregado criollista del duelo corporal como forma literaria existencialista. El propio Jauretche, en Los profetas del odio, dice del joven David Viñas que “pinta para intelectual sin despintar para hombre”. Tomó de todos ellos y de otros más, y todo lo hizo de nuevo.
Viñas escribió novelas fundamentales, desde Los dueños de la tierra hasta Tartabul y su lenguaje se fue enrareciendo, entrecortando, tratando de captar silencios y resoplidos, llegando al grado más anegado de la lengua, al tartajeo, la verdad de lo que se habla convertido en interjección, o en vasallaje, o en valentía. La literatura era un raro orden moral frente a la muerte. Buscó un imposible: fusionar el cuerpo vital de los hombres con la literatura efectiva, y si esa fusión nunca ofrece su última gota de sudor y sangre, por lo menos deja una colección de alegorías extraordinarias. Así, para David, pensar suponía “ademanes”, “respiraciones”. Sus libros de crítica han fundado un nuevo ciclo para mirar la acción literaria argentina; aun los que renegaron de sus énfasis corporal-sociales, de sus categorías politizantes, de sus arrebatos para combinar la reflexión estilística como un rasgo autónomo de las luchas de clases, no pudieron dejarlo de lado. El rechazo a Viñas fue también viñesco.
Su duelística, su payadoresca, su hermetismo crucial, su desciframiento de la ciudad a través de sus “sistemas de la moda” y de los lenguajes realmente hablados, lo hicieron un cronista esencial de lo que significa ser un hombre de honor: alguien pensando en el secreto de lo que puede hacernos meramente sumisos y zalameros, simplemente hablando. Para Viñas hablar era el arte del insumiso, de ahí sus planos difíciles, sus soliloquios que cortaban a pico el teatro del mundo. Contra la ventana, en el cubículo de fumadores del bar, subrayando con sus nerviosas pulsaciones jeroglíficas las páginas La Nación, continuaba un antiguo combate repleto de rezongo, monólogos soplados en diversas tonalidades y en los últimos tiempos, acompañado de un bastón que se olvidaba en los respaldos de las sillas y al cual maldecía con gracia.
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