radar

Domingo, 27 de marzo de 2011

Todas las gatas van al cielo

 Por José Pablo Feinmann

Hizo una buena película cuando era apenas una niña. Y hasta pudo conmover en un par de intervenciones secundarias, pero sólidas. En 1944, dirigida por Clarence Brown (que se manejaba bien en este tipo de films riesgosos con niños y caballos), hizo National Velvet. Su co-estrella fue Mickey Rooney que, increíblemente, no sobreactuaba. Fue un gran éxito y ella (que había nacido en 1932, en Londres, aunque de padres norteamericanos) tenía apenas doce años. Le agradezco esa película y se la haría ver a todos los chicos del mundo. La debo haber visto de muy pibe y hace poco la vi de nuevo. No me lo proponía, pero me quedé pegado. Liz (porque le decían Liz) anda tan bien a caballo, tiene una carita tan hermosa, Rooney la acompaña con tanta ternura y entusiasmo y uno tanto desea que gane el caballo que ella jinetea, que el film resulta adorable. Como adorable está en Jane Eyre y en Mujercitas. Famosa por su falta de profesionalismo, por leer de los guiones que le entregaban solamente su parte, por su vida abrumadoramente pública, por sus enfermedades incesantes, es en estas películas tempranas donde más profesional se la ve. En 1954 hizo Rapsodia, con esos colores intensos de la Metro. Tenía dos galanes y un padre. Uno de los galanes era Vittorio Gassman, que se burló eternamente de este film. Era un joven y talentoso violinista que debía preparar el concierto de Tchaicovsky y la Taylor le rascaba la oreja. No lo dejaba trabajar. El triunfa y la abandona, se va con otra chica. Liz se consagra entonces a su otro galán: John Ericson, que hacía de pianista, aunque, según Gassman, era apenas “un cowboy que con un dedo tocaba tres teclas”. Como sea, la peli tomó sus recaudos: el concierto de Tchaicovsky lo tocaba David Oistrach y el de Rachmaninoff (¿qué otro si no el Nº 2?), Claudio Arrau. Louis Calhern hacía el comprensivo padre que aconsejaba a su hijita acerca de si le convenía más el violín que el piano o al revés. Gassman se llamaba Paul Bronté. Y Liz, que esforzadamente ha llevado a Ericson al escenario de la escuela de música y a tocar el Nº 2 de Rachmaninoff, mira extasiada a su pianista amado, fruto de su pasión y de su esfuerzo para sostenerlo. Cuando la orquesta llega al célebre tutti final, el director (Charles Vidor), en lugar de enfocar a Ericson y a los músicos que posibilitan ese concierto tan amado por los post-románticos un poco cursis (el opulento Nº 3 es otra cuestión), le dedica todos los planos al rostro (no se puede decir “la cara”) de Taylor y su expresión entre jubilosa y orgásmica. Ahí llega Gassman, la mira, lo mira a Ericson y se dice: “Mejor me voy. Llegué tarde”. Y se va a Italia a filmar con Monicelli Los desconocidos de siempre.

No sé qué escribir que sea sincero. Liz le ha dado muy poco a mi vida de cinéfilo. La recuerdo en Gigante, pero me conmovieron más James Dean y el noble esfuerzo de Rock Hudson, que sacó adelante su mejor papel. La recuerdo en Ambiciones que matan, hermosísima y su pasaje al cine serio, adulto. Algo me quedó de Butterfield 8. Hace una convincente call girl y, en su mejor momento, le dice a Laurence Harvey: “¿Querés que te cuente mi infancia? Bueno, mi padre me violaba. Se hartó de violarme. ¿Sabés por qué? Porque yo no me resistía. Te puedo también decir por qué. ¡Porque me gustaba! ¿Está claro? ¡Me gustaba!”. El texto provenía seguramente de la novela de John O’Hara, que era un más que correcto escritor. Que lo dijera la Taylor, en un film de Hollywood a comienzos de los ’60, era algo digno de verse. Habitualmente, en el cine, las chicas violadas por sus padres se quejan y mucho. Pues no: la Taylor tira a la jeta de Harvey semejante confesión: “Me gustaba”. Ganó su primer Oscar. Si lo merecía o no, lo ignoro. Pero esa escena tenía mucha fuerza y ella la hacía muy bien. Además, no era digno de una gran estrella andar diciendo que disfrutaba con las violaciones de su padre. Siempre que se apartó de las convenciones que una diva estaba condenada a respetar, consiguió sus mejores cosas. Así, en ¿Quién le teme a Virginia Woolf? se deja ver gorda (su tendencia a serlo era fuerte y la atormentaba), con el pelo teñido y mal, grosera, alcohólica y saca otro buen personaje adelante. Gana su segundo Oscar, de manos de una industria que tenía muy buena disposición para entregárselos. Pensemos que tiene también tres nominaciones. En fin, la querían. Podrían haberla destrozado. Pero fue la última gran diva que se lo permitió todo. El último gran ejemplar del star system. Arruinó el que hasta ese momento había sido el film más caro de la historia: Cleopatra. Que nada menos que Joseph Mankiewcz (All about Eve) no pudiera contenerla habla de su poderío. Cuando a Rex Harrison (Julio César) le preguntaron por qué las estrellas del film lo habían deteriorado tan gravemente, Harrison dijo: “Eso no me lo tiene que preguntar a mí”. Destruyó el matrimonio de Debbie Reynolds (que pasaba por ser su mejor amiga) y Eddie Fisher, que habían hecho una peli increíblemente estúpida: Bundle of Joy. Todo era aquí maravilloso: Debbie y Eddie, que eran “la” pareja de Hollywood, tenían un bebé y eso los llenaba de alegría. Pero la realidad era diferente porque Liz se había calentado seriamente con el paparulo (¿alguien recuerda esta palabra?) de Eddie o meramente se había propuesto quitarle el marido a su amiga, y se lo quitó no bien se lo propuso. (Algo irresistible debía tener la Taylor en ese lugar donde no todo, pero casi todo se dirime.) Se casó –antes de los ’60– con el poderoso productor Mike Todd. El habría de cuidarla. La protegería. La haría madurar. Pero al tarado –por no tomar un avión de línea en un buen asiento de primera– se le ocurrió sobrevolar no recuerdo qué zona montañosa en su avioneta y se hizo puré. Liz se casó ocho veces. Hasta con un camionero. Que, en el casorio, tenía una cara de felicidad inenarrable. No duró mucho. Hacía fines de los ’60 empezó a decaer. Burton se murió. Liz hizo El espejo se rajó de parte a parte, de Agatha Christie, donde toda la publicidad se hizo en base al enfrentamiento de dos grandes divas del pasado: Liz Taylor y Kim Novak. Claro que vi esa película. La Novak ganaba el pleito. Se la veía inspirada en su papel. Liz, aburrida. Engordó hasta el horroroso borde de la deformidad. Se dedicó a la lucha contra el sida. Abandonó el cine. No recuerdo en qué año le dieron un premio importante. Subió al escenario convertida en un aparato que apenas podía uno reconocer. Pero era Liz. Siempre Liz. Peligrosa. Diva. Megalómana. Adicta al sexo y al matrimonio. Se acerca hacia ella Demi Moore. Viste sencillamente. Un jean y una remerita. Sus brazos al aire con esos músculos que se trabajó para esa horrible película que hizo con Ridley Scott. Créase o no: Demi se acerca a la Taylor con humildad, con timidez. Le extiende el premio. Y la Taylor... ¡no la mira! Ni se digna a desviar levemente su cabezota. Agarra, de costado, el premio y, con desdén, dice: “Thank you, dear”. Con una terrible voz de vieja cachivache, pero diciéndole a Demi: “Yo soy yo, nena. Liz Taylor. En tu vida vas a llegar a convertirte en una leyenda viviente, en un icono poderoso de los grandes tiempos de Hollywood, como soy y seré yo para toda la eternidad”. Creo que no se equivocó.

Compartir: 

Twitter

SUBNOTAS
  • Todas las gatas van al cielo
    Por José Pablo Feinmann
 
RADAR
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.