› Por Viviana Usubiaga
Me enteré de la existencia de Eugenio Auzón cuando, siendo estudiante de la carrera de Artes de la UBA, cursé un seminario sobre espacio público y crítica de arte con la profesora Ana María Telesca. Fue ella quien me dio las primeras pistas sobre el duelo intelectual y físico que tuvo este pintor y crítico nacido en España con Eduardo Schiaffino: unas fotocopias de diarios de diciembre de 1891. Llegué a los subsuelos de la Biblioteca Nacional con el entusiasmo exacerbado por lo inverosímil de la anécdota de que dos personas agendaran un día para enfrentarse en armas por una discusión sobre el arte. Que en estas latitudes una charla sobre cualquier tema –se trate de goles, minas o ideas– pueda terminar a las piñas no me extrañaba tanto como el hecho de seguir un protocolo que mi ignorancia creía caduco en los albores de la Argentina moderna. Mi primera desilusión entonces fue desasnarme de que el duelo continuaba siendo una práctica generalizada comprobable en los varios avisos con los que me topé durante aquellas largas jornadas de búsqueda de material para escribir mi primer artículo académico sobre la exposición de “artistas argentinos” de 1891. Claro que ese hallazgo no le quitó el extraordinario carácter dramático al asunto, a juzgar por la reacción de mi amigo Rafael Spregelburd, que formaba parte de la hinchada que me acompañó en la presentación de aquella tímida ponencia en las jornadas de investigación del Instituto Payró de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA hace más de una década. En esa pesquisa estudiantil él supo ver, más que cualquiera de los presentes, el potencial de ese trabajo de rescate de las fuentes documentales que sirven hoy para redimensionar a dos interlocutores de alta gama como Auzón y Schiaffino e intensificar el calibre de aquellos debates decimonónicos que percuten nuestro presente con una actualidad arrolladora.
Pocos lo imaginan, pero el trabajo de un historiador del arte puede llegar a ser insalubre. Sin ánimo de victimizar a quienes seguimos siendo privilegiados en este mundo al tener la panza llena para poder pensar, puedo decir que mi miopía aumentó tres dioptrías luego de relevar cerca de sesenta escritos sobre este affaire en El Diario, Sud-América, El Correo Español, Le Courrier de La Plata y El Censor, entre otros periódicos de la época. El problema no es la cantidad de lectura que uno recorre para llegar a una investigación que cita apenas un mínimo porcentaje sino la calidad de la superficie del terreno (papeles amarillentos, despedazados pero también rollos y rollos de microfilms) que uno debe explorar. A esto habría que sumarle las herramientas con las que en ese momento contaba para relevarlo. La metáfora de la arqueología sirve también en este caso para ilustrar el modo hoy precámbrico de desenterrar esos restos con aparatajes “tecnológicos” obsoletos en la era de la laptop y demás utensilios electrónicos. En ese entonces me sumé a las hordas de escribas y amanuenses solitarios, pasé horas y horas reclinada sobre esos libracos pesadísimos y con el corazón en jaque al encontrar alguna evidencia. No faltó la lectura en voz apenas perceptible para el micrófono del grabador a casete cuando la mano acalambrada no alcanzaba la velocidad del horario de atención de la biblioteca. Pero el aparataje más curioso que intervino en la exhumación fue un dispositivo que usaban los abogados que nunca supe cómo se llamaba, una especie de escáner-fax manual pequeñito que me prestaron por un día y fui la envidia de todos los escribas a mi alrededor por poder levantar la información de una pasada.
En fin, cuando mis investigaciones han saltado casi un siglo hacia el presente, es curioso rememorar esas circunstancias y condiciones de trabajo –en algunos aspectos no han mejorado– que me permitieron conocer y ayudar a conocer esos intensos escritos de una calidad literaria que se extraña hoy en día. Más curioso aún fue volver a ese episodio y conforme iba encontrando datos ver cómo fue cambiando el imaginario de esos personajes o la construcción de esos personajes imaginarios de la mano de Rafael y del talento de Zypce. Sin duda, una recompensa inesperada ha sido poder estar cerca de la creación de estas figuras que han saltado de las tablas académicas a las de otro teatro. Cuando cada noche la planicie de una escritura incisiva estalla en el espacio del escenario estoy segura de que desde los microfilms A. Zul de Prusia ríe a carcajadas porque se ha cumplido un remoto sueño de Auzón.
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