> AUTORRETRATO SOBRE MI MUERTE, DE CARLOS HERRERA
Podría decirse que no era más que un saco de basura. Y sin duda, la efectividad de la obra residía en su ascetismo. Carlos Herrera colocó su remera favorita, un par de medias y sus zapatos en una bolsa. Y sobre las plantillas, dos calamares que a medida que el tiempo pasaba, se descomponían y emanaban un aroma nauseabundo. En su aparente pequeñez, el trabajo de Herrera construía un espacio con olor. Era algo así como una instalación olfativa en donde la pestilencia creaba un cerco invisible alrededor de la bolsita.
La austeridad de la obra contrastaba con el barroquismo del tema. En una pintura, Autorretrato sobre mi muerte hubiese sido un vanitas, ese subgénero de los bodegones en donde, en mesas repletas de manjares y bebidas, la presencia de un cráneo simbolizaba la certeza de la muerte y el arreglo de frutas o flores, la decadencia de la carne.
La obra de Herrera fue el primer premio para un jurado que valoró la simpleza, la economía de recursos y la ausencia de monumentalismo en la ejecución. Pero que también parece haber valorado, dentro de una convocatoria que invitaba a obras autorreferenciales, la capacidad de la obrita para dirigirirse sin solemnidad a inefables filosóficos.
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