Dom 12.02.2012
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¿No ves que ya no somos chiquitos?

› Por Mariano Del Mazo

Así como las muertes de Luca Prodan, Miguel Abuelo y Federico Moura representaron el trágico portazo de la década del ’80, posiblemente la muerte de Spinetta también represente el fin de una etapa. Porque no sólo murió el autor de casi 300 canciones, muchas de ellas de las más bellas y originales que se hayan escrito en la Argentina. Murió una manera de mirar, una ética, una matriz. El portavoz de una serie de conceptos esgrimidos a través de una intuitiva claridad, que lo llevó a territorios inesperados.

Detengámonos sobre dos datos de sus primeros pasos. El hijo de un cantor de tangos de la clase media barrial de Belgrano le da indicaciones, a los 18 años, al prestigioso jazzista Rodolfo Alchourrón para el arreglo de cuerdas de “Laura va”, esa canción perfecta inspirada en “She’s Leaving Home” de Los Beatles. Algunos años después, en 1973, ese mismo músico que ya había pasado del beat porteño al heavy surreal de Pescado Rabioso publica un Manifiesto que plantea: “(...) El Rock no ha muerto. En todo caso, cierta estereotipación en los gustos de los músicos debería liberarse y alcanzar otra luz. El instinto muere en la muerte (...). Denuncio a los representantes y productores en general, y los merodeadores de éstos sin excepción, por indefinición ideológica y especulación comercial. Ya que éstos no se diferencian de los patrones de empresa que resultan explotadores de sus obreros”. Tenía 23 años.

En esos dos gestos está casi todo: el artista que buscó hacer un rock original, serio, argentino y a su vez permeable a la contracultura que aún respiraba en los Estados Unidos y Gran Bretaña (Spinetta adoraba a su padre y de hecho ponía en el arreglo de la canción el tango que mamó de niño, pero a su vez escribía, como Los Beatles, la historia de una chica que se va del hogar en busca de su propio camino, un clásico del hippismo), estaba formulando una postura filosófica de una vigencia desarmante. Por ese mismo año escribe el ya célebre “aunque me fuercen yo nunca voy a decir que todo tiempo por pasado fue mejor. Mañana es mejor”.

Cumplió. Jamás especuló con la nostalgia. Dinamitó cada uno de los puentes al pasado y, a la manera –otra vez– beatle, no condescendió al éxito: al contrario, se complejizó y obligó a su público a seguirlo. No lo alcanzaron: en el segundo disco de Almendra le pedían “Muchacha”, en el primero de Pescado le pedían “Rutas argentinas”, en el primero de Invisible, “Blues de Cris”. Y así.

Esa conducta política, ideológica y estética fue la que cimentó un público de una lealtad lindante con el fundamentalismo, y que se mantuvo imperturbable desde que el rock era ghetto hasta ahora que se pasea por la Casa Rosada. Las redes sociales funcionan hoy como propaladora demencial de lo que ocurría en las revistas subte de los parques: Spinetta fue el gurú a salvo de las miserias del “sistema”. El siempre se corrió de ese intento paralizante; el humor lo salvó (“No soy el padre Lombardero del rock”).

Musicalmente era bestial, armónica y melódicamente, con el valor agregado de que dentro de esa grey más o menos marginal (no olvidar que nunca fue masivo, que no fue un gran vendedor de discos, que curtía un rock de paladar negro) cada uno tenía el Spinetta que buscaba. Su música condensó como un aleph múltiples y a veces antagónicas tendencias musicales. A trazos gruesos: el beat de Almendra, el rock y blues de Pescado, el jazz & pop de Invisible y Jade, el nervio acústico de Kamikaze, el tecno de Privé, el power trío de Los Socios del Desierto. La lírica también: de “Me gusta ese tajo” a “Sexo”, de “Muchacha” a “Cheques”, Spinetta rastrilló temáticas como un animal fantástico de mil cabezas que, no obstante, nunca perdía organicidad. Todo, siempre, sonó a Spinetta; todo suena honesto.

La noche del 4 de diciembre de 2009 –cuando decidió reunir a sus bandas en Vélez en un maratón memorable– funcionó como el canto del cisne de esta ética & estética. Luis Alberto podría haber reunido sólo a Almendra, hacer una gira por todo el país y ganar mucho dinero. Pero prefirió el gesto grandioso, megalómano, inolvidable. A pesar de que el público quedó prendado en su propia nostalgia, para Luis fue otra cosa. Ahora lo podemos ver: fue su delicada despedida.

Decíamos: el 8 de febrero de 2012 terminó una época. Murió el creador de Artaud, un disco genial. Murió alguien que nos exigía, nos toreaba, nos hacía ir de chicos corriendo a los libros a ver quién fue, precisamente, Artaud o Van Gogh. Y que a su vez miraba hacia el futuro, aunque el futuro fuera el de “Yo quiero ver un tren”. Si hoy saliera Artaud, probablemente pasaría inadvertido: ¿quién se tomaría el trabajo de escucharlo de mínima diez veces, única manera de incorporar tanta belleza? Imposible: hay que twittear, revisar mails, escuchar el hit de Poncho.

La época que termina es la de un ideario musical setentista, de investigación y búsqueda. Una forma de mirar, una matriz que usaron todos: de Gustavo Cerati a Lisandro Aristimuño, de Fito Páez a Pez. Y es curioso: el dolor colectivo que se manifiesta de un modo genuino en la calle y en las redes sociales refiere a una tristeza difícil de explicar. Es que da la impresión de que este hombre tan hermoso y severo nos ha dejado solos. Una orfandad anunciada, que nunca “oímos en tiempo”. Como si nos hubiese susurrado a cada uno de nosotros, seres vulgares más o menos felices, más o menos mediocres, su verso “¿No ves que ya no somos chiquitos?”.

Al fin, su partida nos enfrenta con nuestra propia muerte.

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