› Por Martín Pérez
Aquella extraña carta de presentación de más de cuarenta años atrás también funcionó esta semana como despedida. Cuando la discográfica les dijo a los integrantes de Almendra, después de hacerlos esperar casi un año con su álbum debut prácticamente listo, que no sabían dónde estaba el dibujo que supuestamente iba a ir en la portada, el joven Luis Alberto Spinetta no lo dudó. Fue a su casa y dibujó de nuevo aquel arlequín, payaso triste o simplemente el hombre de la tapa –como se lo denomina en la lámina que acompañaba al vinilo– con su extraña gorra de baño a rayas, la lágrima cayéndole por la mejilla y esa pequeña sopapa clavada en la cabeza. No se puede culpar a los responsables de RCA por haber intentado hasta último momento evitar semejante portada, considerada para los cánones de la época como evidentemente anticomercial. Pero al mismo tiempo también admirar la idea fija de Spinetta, que no quería –según le contó a Pipo Lernoud en un reportaje publicado en la revista Cantarock– “dejar las cosas en manos de tipos mediocres de la empresa, que hacen tapas de discos como chorizos”. Pero el círculo recién se cierra con la certeza de que, cuando se enfrentaron ante la noticia de su muerte, no fueron pocos los que inmediatamente pensaron en ese payaso triste que siempre, ahora lo sabemos, parece haber sabido cuál sería su lugar en esta historia. Y también en esa lágrima, la lágrima –siempre según se lee en esa lámina– de mil de años que llora el hombre de la tapa, cuyo brillo aloja temas como “Muchacha”, “Figuración”, “Plegaria” y “Que el viento borró tus manos”. Ahí brilla el Flaco, ahí descansa Luis, confieso que pensé esa tarde de miércoles. Todos los demás estamos en la sopapa, como “Fermín”, “Ana no duerme” y “Laura va”. Somos los que le cantamos a esa lágrima del hombre de la tapa, atados a nuestros destinos.
A partir del miércoles pasado, vivimos en un mundo sin Spinetta. Sin el Flaco del rock nacional argentino, uno de los que ayudaron a construir el sólido hogar de una cultura tan propia que, aún sin auténticos herederos, sigue en pie, gracias a sus sólidos cimientos. Y sólo por eso es que un mundo sin él no es, necesariamente, un mundo peor. Por eso y por sus canciones, que nos rodean, nos habitan y viven solas, con sus propias reglas. En las páginas de Martropía, su libro de conversaciones con Juan Carlos Diez, Luis desliza que con el tiempo ha ido llegando a ciertas conclusiones poéticas. Cuenta que en “Muchacha” dice: “Te robaré un color”. Pero más adelante, en “Para ir”, dice: “Quiero que sepas hoy qué color es el que robé cuando dormías”. Y después, en “Lago de forma mía”, pregunta: “¿Dónde va un color? Quisiera saber”. Entonces razona: “En definitiva llegué a la conclusión de que es menos rígido pensar ‘¿dónde va un color?’. Mejor que decir que yo lo tengo y me lo robé. También es una consecuencia del paso del tiempo”. Sin embargo, es nada menos que aquella supuesta rigidez la que ha tallado su lugar en la historia. Diamantes antes que conclusiones son los que mejor brillan en su obra, a pesar del “Mañana es mejor” que siempre colgó como una espada de Damocles –la espada del Flaco, digamos– sobre toda su carrera. Son aquellos temas los que nos parten al medio, una y otra vez, y sin embargo, qué duda cabe, mañana siempre es mejor. Ese siempre será –brindemos otra vez por eso– su lo-que-ves-es-lo-que-hay, su Say no More.
Cuando hay un amigo que no está es inevitable que decanten los lugares comunes, y no sólo frases de compromiso sino también mantras que ayudan sin pensar demasiado a alejar la tristeza. Y con Spinetta la frase que más se ha usado es la del “Adiós al Poeta del Rock”, en todas sus variantes. Pero resulta injusto reducirlo a eso. Por un lado porque, en el barrio de Luis y también en el nuestro, llamar a alguien “poeta” suele ser también una burla, una forma de rebajarlo. Lo sufrió Spinetta en esa tendencia autóctona a resumir todo en un Boca-River, cuando a comienzos de los ’80 se insistía en enfrentar su cartel de poeta ante las letras –supuestamente– más directas de Charly García. Aunque en esa falsa dicotomía aparentemente lo vistieran con las mejores ropas, en realidad lo estaban condenando a lo peor que se puede decir de un artista: que no era popular. Algo que no le molestaba a Spinetta, porque –aseguraba– eso lo alejaba del “bobero”. Pero terminaría demostrando, además, que esa carencia de popularidad no era tal, y si bien ciertas crónicas insisten con el hermetismo de Jade, sus multitudinarios recitales gratuitos en Barrancas de Belgrano con el grupo son la mejor postal de aquella primavera democrática. Y no hay nada que aquellos temas tengan que envidiar a los de Charly, desde “Contra todos los males de este mundo” hasta “Maribel se durmió”.
Ni santo ni poeta entonces, por favor. Porque Spinetta fue un artista popular, un músico que, aunque haya quienes insistan una y otra vez en circunscribirlo al margen –con todos los honores, eso sí–, ha terminado estando en todos lados. El mismo decía que cuando salía al mundo y le preguntaban de qué estilo era su música, si jazz o rock, no sabía qué contestar. “Estilo Magoya”, dice Diez en su libro que se calificaba, pero sólo si se le insistía a hacerlo. Entre Frank Zappa y Caetano Veloso, sólo ahí es posible ubicarlo al Flaco y a su obra en el concierto internacional, por rocker a conciencia y al mismo tiempo por saltar por sobre los decorados del rock, y por terminar siendo popular sin resignar nada. O no dejar de intentar serlo. Con su muerte se hace evidente el final de una época –qué duda cabe, esa época de oro para la canción local que Fito Páez supo empezar a señalar, con un pie en el rock internacional y el otro en el Río de la Plata, pidiendo pista después del Tropicalismo– de la cual es uno de los grandes protagonistas, junto a Litto Nebbia y Charly García.
Humano como era, hablar de Spinetta es también recordar ciertos pequeños egoísmos en el trato con una prensa especializada que siempre estuvo rendida a sus pies, como cuando destrozó al periodista Pablo Schanton por una elogiosa crítica del disco Los ojos, sólo porque buscaba en los temas pistas de su romance con Carolina Peleritti. O cuando se ocupó de denostar un número especial de la revista La Mano apasionadamente dedicado a su carrera. Pero, nobleza obliga, también hay que decir que su instinto finalmente tenía razón. Después de todo, fue finalmente el periodismo –no especializado sino amarillo, pero periodismo al fin– el que no lo dejó irse sin una última traición que lo obligó a hacer público el cáncer contra el que estaba batallando en privado. Por suerte alcanzó a despedirse con un show extraordinario y épico en Vélez, que para los afortunados espectadores que estuvieron ahí fue como presenciar otra vez el Cruce de los Andes o la Revolución de Mayo. Pura historia, y de primera mano, ante un estadio lleno, presenciando algo que Spinetta se había preocupado una y otra vez de asegurar que jamás sucedería. Un auténtico milagro. No hay caso, mañana siempre fue mejor.
Como sucede con los auténticos artistas populares, hablar de Spinetta es caminar entre recuerdos, privados y públicos. Cada tema convoca una imagen, nos transporta a un lugar, a otra época, nos lleva y trae por la vida. Escucho el verso “Sube al taxi, nena”, por ejemplo, y me recuerdo cantando la “Cantata” completa, con riffs, tarareos y todo, trasnochando por las calles de un Buenos Aires que lentamente dejaba de ser de plomo, acompañado por mis amigos de la adolescencia. Y “No te alejes tanto de mí” evoca el empeño con el que, junto a mi amigo Javier, nos juramentamos hacerlo sonar en cada jukebox –sí, las había por todos lados– que encontrábamos durante nuestro mochileo por la costa bonaerense en aquel dulce verano del ’83. Pero el recuerdo que guardo para el final es el de Spinetta entrevistado por Rafael Hernández y Claudio Kleiman en el programa de radio Piso 93, recordando la única vez que regresó por decisión propia a un calabozo luego de haber sido liberado. Encerrado junto a los músicos de la Banda Spinetta por la clásica averiguación de antecedentes, y liberado por un comisario canchero que aseguraba que sus hijos tenían sus discos, pidió volver al calabozo para escribir algo en la pared. Había descubierto allí un verso de uno de sus temas, que –aseguró– por primera vez le volvió hecho realidad: “Qué solo y triste voy a estar / en este cementerio”, de “Cementerio Club”, un tema de esa biblia llamada Artaud. “No podía dejar las cosas así”, aseguró Spinetta, que regresó para escribir debajo otro verso del mismo tema: “Qué calor hará sin vos / en verano”.
Que solos y tristes, y qué calor sin vos, Luis. Volvé cuando quieras, lápiz en mano.
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