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Domingo, 12 de febrero de 2012

Silencio, catedral

 Por Marcelo Figueras

La vida es un texto lleno de entrelíneas secretas. Algunas se revelan con el paso del tiempo o ante la irrupción de una luz insólita.

Llevo dos años lejos de la Argentina. El último concierto al que asistí en mi país fue aquel que Este Hombre ofreció como summa de su obra, definiendo a las suyas como Bandas Eternas. (Ante los hechos la pregunta emerge, inevitable: ¿sabía entonces que ya no le quedaba mucho tiempo o funcionó, como tantas otras veces, a pura conexión con lo sagrado?) Cuando llegó la hora de subir al avión, no me sentía triste, ni desnudo. Iba al abrigo de aquella catedral que me había albergado durante cuatro horas que duraban todavía, como los conejitos de la publicidad. Se trataba de música que tenía su tiempo, pero seguía funcionando (algo que logran tan sólo algunos, excelsos artistas) como la banda sonora de mi futuro. Eso iba repitiéndome en el aire, a miles de metros por encima de Villa Urquiza, de Bajo Belgrano, de la Haedo que nunca dejará de ser la patria chica del Capitán Beto. La frase que Este Hombre había pronunciado por primera vez hacía ya mucho, pero que continuaba vigente en mi versión personal de las Bienaventuranzas. Mañana es mejor. Me lo decía entonces y lo digo ahora, más que nunca. Mañana es mejor.

Días atrás me alcanzó la mala noticia y afloró el recuerdo, esa muleta que manoteamos con tal de seguir andando. Pensé en las entrevistas que le había hecho, en aquella foto donde Víctor Pintos, Carlos Polimeni y yo rodeábamos a Este Hombre con gesto reverente y que durante tanto tiempo había adornado mi casa. (En serio, che: ¿dónde estará, dónde habrá quedado aquello?) Reviví el rodaje de Balada para un Kaiser Carabela, que Este Hombre había protagonizado a la manera de un Bruno Ganz consumido por la lombriz solitaria. Era una peli corta que había escrito Eduardo Milewicz (desde entonces mi amigo) y dirigido Fernando Spiner en una Villa Gesell invernal y vacía, coronada por un cohete de neón que no conducía a ninguna parte.

Se me cruzó meterme en YouTube para revisitar las canciones, pero no me animé. La herida sangraba todavía y la nostalgia es un pésimo cicatrizante.

Entonces (quiero decir: en aquel silencio) entendí que Este Hombre que acababa de irse me había aportado mucho más que su música y su poesía. Esa fue la entrelínea que afloró al fin, bajo la luz del rayo más brutal. Con la delicadeza que sólo poseen los mejores maestros, Este Hombre había esbozado una pedagogía que terminó operando en mi vida como antídoto contra todos los males de este mundo.

Puede que todo haya arrancado no con una canción, como hubiese sido obvio, sino más bien en el instante en que Este Hombre dijo algo que me parió: “Para crear una obra bella hay que vivir una vida bella”. (Cito de memoria a la distancia, sepan disculpar.) Después tuve la fortuna de conocerlo, y allí ocurrió lo que pocas veces pasa (y yo he tenido la fortuna de entrevistar a algunos jetones, créanme: de McCartney a Mick Jagger, de Arthur Miller a Richard Price, de Woody Allen a Martin Scorsese): en vez de desilusionarme, su figura se acrisoló. Me conmovió su curiosidad infinita, entendida casi como forma de vida. Me marcó a fuego la conexión umbilical que había entre sus vísceras y su praxis. (Cualquiera que, a los quince años, escriba: “Si no canto lo que siento / me voy a morir por dentro” está condenado a la lucidez.) Me partió al medio su sentido del humor. (Todo el mundo menta sus versos más elevados, pero Este Hombre también escribió cosas desopilantes: “Cuando triste estoy / dame la cola”.) Y si algo faltaba para arrebatarme por completo, llegó cuando asumí que concebía a la familia como su magnum opus. Todavía envidio el abandono con que siempre compuso y escribió tan sólo lo que quiso, aun cuando el mundo eligiese otros derroteros y pareciese darle la espalda.

Ahora descubro que Este Hombre significaba para mí más de lo que había imaginado, que no era poco. Puede que parezca tarde, porque ya se ha ido; pero en realidad no lo es: porque su obra no es perecedera y porque no se fue de cualquier modo. Más bien cerró el mandala con una última, perfecta puntada. Digno y elegante hasta el final, convirtiendo su vida en la más perfecta expresión de su arte. O sea: tal como siempre había vivido.

Esta mañana acompañé a mi hermana a Notre Dame. La catedral suele ser gélida, pero esta vez el hielo estaba afuera. Tuvimos suerte y caímos justo cuando un coro empezaba a cantar. Yo alcé la vista, mirando el templo concebido desde el más claro anhelo de trascendencia, y no pude sino recordar el concierto del año 2009; aquella otra catedral que tantas veces me concedió santuario, y que sigue siendo la música que me traje resonando desde la Argentina. Me vinieron a la mente las palabras de Horacio a la muerte del príncipe que, de un modo no muy distinto al de Este Hombre, había encarnado las mayores virtudes a que aspira nuestra especie. Y me parecieron más que apropiadas para la ocasión. “El resto es silencio”, dice Horacio ante el cuerpo de Hamlet. El silencio es más que la ausencia de sonido. Es la condición imprescindible para su justa valoración.

Mañana es mejor. Aunque Este Hombre ya no esté entre nosotros.

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