Dom 26.02.2012
radar

Mis años como Smiley

› Por John Le Carre

El servicio de inteligencia secreto que yo conocí ocupaba oscuras suites de pequeñas habitaciones frente a la estación de subte St. James Park, en Londres. Cuanto más alto se iba, más secreto. El propio jefe –llamado Control en mis libros– vivía en el cuarto piso de un pequeño edificio destartalado al final de un corredor arácnido y después de subir una pequeña escalera.

Al subir para ser recibido por el jefe, uno se veía distorsionado en un gran espejo de ojo de pez, bajo la mirada de las mujeres barbudas que llamo Madres, que estaban a cargo de la oficina de entrada.

Trabajé para MI6 en los ‘60, durante las grandes cazas de brujas, cuando la paranoia compartida de la Guerra Fría unía a los servicios. Kim Philby y George Blake ya habían sido desenmascarados.

“Ustedes filtran –nos decían los norteamericanos–. Tienen traidores entre ustedes.”

Esos murmullos, esa tensión, siguió trabajando sobre mí después de que dejé el servicio y traté de expresarla en Tinker, Tailor, Soldier, Spy (El Topo).

Reportes de las filtraciones llegaban de prominentes desertores soviéticos que eran mantenidos en secreto, todos burbujeando sobre la idea de otro topo en el MI6. Esto infectó la historia: quería recrear ese mundo secreto, el de la gente viviendo en una burbuja, confiando en nadie. El misterio de quién le dijo qué a quién.

Todos miraban sobre el hombro de todo el mundo. Defectos de carácter que podían convertir a alguien en vulnerable ante un chantajista eran investigados. ¿Era él homosexual? ¿Tenía un pelo de comunista? No había nadie en quien confiar salvo tus colegas. Uno no le contaba a su esposa lo que hacía –o muy pocos lo contaban–. Uno no se lo decía a sus novias, sus novios o quien fuera su compañero. Así que desconfiábamos de esa misma gente con la que trabajábamos y sabía de nuestro trabajo, un mundo secreto dentro de un mundo secreto. La excitación de la vida era con quién trabajábamos y con quién compartíamos los secretos, y eso está a un paso de la cama.

En mis tiempos, el MI6 –que yo llamo Circus en los libros– apestaba a nostalgia de la guerra. La gente era definida por su distinción secreta: un hombre había hecho algo absolutamente extraordinario en Noruega, otro era el favorito de la Resistencia Francesa. Ni siquiera mostrábamos credenciales para entrar y salir del edificio. Nuestras caras eran conocidas y no recuerdo que me hayan parado ni una sola vez. Los conserjes en la puerta solamente decían “Buenos días”. De alguna manera, la confianza que nos tenían era encantadora, un remanente de la guerra. Y después se quebró por completo.

Salía a comprar a la hora del almuerzo, traía de vuelta paquetes, los ponía al lado de mi escritorio y los sacaba por la tarde. Era parte de la comedia de Kim Philby, que fue expuesta en 1963. Llegaba al edificio las mañanas de viernes con una valija, como la mitad de la gente allí. Todos se iban al campo por el fin de semana. Pero Philby tenía otros planes. Apilaba documentos en su valija y se los llevaba, y se pasaba el fin de semana fotografiando los papeles con su controlador soviético y volvía el lunes pretendiendo que se había ido al campo. Era muy gracioso.

La creación de George Smiley, el espía retirado llamado otra vez para cazar un topo de tan alto nivel en Tinker, Tailor... era extremadamente personal. Tomé elementos de gente que admiraba y los invertí en este personaje mítico. Ahora soy una persona muy suelta e incluso falsa, pero en aquellos días era un tipo que estaba siempre extremadamente incómodo. También le di a Smiley mi ineptitud social, el poco respeto que me tenía y mis torpezas sentimentales.

Como provengo de un ambiente disfuncional, hice que el hogar fuera el lugar más peligroso para Smiley. El hogar es el lugar donde procede con cautela. El hogar es el lugar donde ve la sombra de su mujer infiel por la ventana y se pregunta con quién está.

Fui muy hábil en el trabajo insignificante que hice para el MI6, pero absolutamente disfuncional en mi vida doméstica. No tenía experiencia como padre. No tenía ejemplos de dicha marital o de unidad familiar. Sin embargo, tenía grandes sueños sobre Inglaterra, que heredé de los años de la guerra; nací en 1931 y tenía 8 años cuando empezaron las hostilidades. Era el típico receptor de la propaganda de la guerra. Pensaba que los alemanes eran las peores personas del mundo y que Winston Churchill era el mejor hombre que había vivido alguna vez.

Con mis antecedentes, buscaba paternidad y control, y una fe absoluta a la que pudiera suscribirme. Cuando tenía 16 o 17 años, cualquiera podía convencerme de cualquier cosa, y reclutarme, si cantaba la canción correcta. Y por eso siempre me resultó fácil comprender a la gente que tomaba el camino equivocado. Eso no quiere decir que yo lo tomara o lo considerara. Pero sí creo que peleamos las guerras que heredamos y que somos el material humano que producen. Y nos toma un largo tiempo sacudirnos y liberarnos de esas posiciones tempranas.

Porque compré todo el paquete de la guerra, me tomó años desaprender su chauvinismo y simplicidades. Me criaron para creer en cosas totalmente equivocadas –sobre las mujeres, sobre los homosexuales, sobre los negros–-. Y así, en la reinvención de uno mismo, uno se inventa un personaje. Y eso dejó un romántico desencantado del estilo de Smiley, un hombre con un ojo corrosivo y un escepticismo natural, con restos de fe que ya no tiene dónde ubicar.

Smiley es interpretado por Gary Oldman en la nueva película, un rol que le había tocado a Alec Guinness en la adaptación para televisión de 1979. La gente me pregunta, pero yo no me permitiría comparar ni por un minuto a Guinness con Oldman. Gary tiene un extraordinario control de sí como actor. Su actuación me hipnotiza: da un paso fuera de sí mismo. Con Oldman, uno comparte el dolor y el peligro de la vida, el peligro de ser quien es. Es un Smiley más duro, con un poco de crueldad aquí y allá, como todos.

No digo esto para menospreciar a Alec: son sencillamente bestias diferentes en productos diferentes. La historia original fue adaptada para televisión en siete episodios. La película tiene que contar la historia otra vez lidiando con mucho menos sentimiento. La ética y la afectividad se han desviado: es más sexy, más sórdida.

Una vez que se ha vivido dentro del mundo dado vuelta del espionaje, uno nunca se lo saca de encima. Es una mentalidad, un doble estándar de la existencia. Uno probablemente ya tiene esa mentalidad antes de entrar, lo que lo convierte a uno en atractivo –uno tiene un poco de mercenario, una manera doble de mirar a la gente, uno manipula instintivamente–.

En la película, los hombres están conectados por una sensación colectiva de pérdida, de desencanto: que entraron, como yo entré, a un mundo secreto con la sensación de que podían hacer la diferencia, que podían ser valientes. Yo iba a limpiar las cañerías de la gente, yo iba a permitir que la gente durmiera en sus camas por la noche. Yo me sacrificaría por un bien mayor. Esas motivaciones moralistas y simplistas todavía existen, creo. Pero el descubrimiento de que uno sólo está dando vuelta un sistema que no se vuelve ni mejor ni peor es extremadamente deprimente.

Un policía hace arrestos. Busca un asesino, lo encuentra, lo interroga, lo envía a la corte y va a prisión. Un espía, si detecta a otro espía, no hace eso. Quiere ganarlo, usarlo, convertirlo. Quiere controlar sus redes. Quiere que el continuum se quede quieto, bajo su control. No hay punto final.

Si uno desarma una gran red que te está espiando, de lo único que puede estar seguro es de que pronto habrá otra red. Pero si uno puede ganársela y hacerla trabajar para uno, lo sepa o no, entonces el continuum queda intacto. Y eso tiene, a largo plazo, un efecto profundamente depresivo en la atmósfera general de una oficina. Ciertamente lo tuvo para mí. Es una renuncia a los estándares morales, algo que es bastante vergonzoso. “Ah, ¡es un asesino! Bueno, ¿necesitamos un asesino? ¿Mataría para nosotros? ¿Mataría a alguien útil?” No es “¡Arréstenlo!”. La corriente moral es bastante diferente.

Las pequeñas habitaciones en las que trabajé ya no existen. Poco después de que me fui, los servicios secretos se mudaron y se volvieron mucho más grandes, en edificios más importantes, dispositivos muy institucionalizados. Espero que sea una oficina abierta y amplia y mucho más cuidadosa.

Ahora hay mucho dinero en el mundo secreto, dinero para trabajadores que ensamblan de forma brillante piezas de inteligencia. Vimos eso cuando aparecieron los documentos fraguados que sugerían que Saddam Hussein había intentado comprar uranio enriquecido de Níger. Alguien recibió una fortuna por esa tontería. Se les pagan fortunas a informantes, en general por farsas.

La proximidad actual del mundo corporativo y el mundo contratista de seguridad privada es alarmante y cada vez más grande. En Washington DC hay hoy casi un millón de personas con credenciales de seguridad para ver material top secret. ¿Qué está pasando?

El poder se expande a través de la distribución de lo secreto. Vimos durante la guerra de Irak lo que significa tener el conocimiento y los juegos que la gente juega cuando dice que tiene el conocimiento. Así que en el lobby de la Cámara de los Comunes antes de la invasión a Irak había gente de inteligencia diciéndoles a los miembros “si hubieran visto lo que yo vi, sabrán cómo votar”. Siguen reclutando a los más brillantes y los mejores, pero vamos a terminar con demasiados espías y pocas personas a las que espiar.

De pronto, el espionaje parece una panacea –así es como Estados Unidos se ha dejado engañar por la grotescamente incompetente CIA–. Ahora encontró a Bin Laden, pero uno se puede preguntar razonablemente por qué les tomó seis años descubrir dónde vive un hombre cuando, básicamente, son los dueños de Pakistán.

Hay que tener espías. El arte de recolectar información, sea académica o de espionaje, es necesario. Tenemos enemigos reales y debemos espiarlos. Lamentablemente no podemos deshacernos de estos servicios. Pero hay que usarlos y no dejarse usar. Si uno emplea a personas para que sean mercenarias, tiene que ser cuidadoso. ¿Quién, después de todo, espiaría a los Smileys?

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