Dom 22.07.2012
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De grito negro a grito indio

› Por Claudio Kleiman

El espíritu libre de Leda Valladares la ubicó en un lugar alejado de cualquier ortodoxia. Como investigadora, intérprete, musicóloga, recopiladora, desarrolló su obra en forma obstinadamente personal, al margen de las instituciones, recogiendo el folklore andino acompañada de su inseparable grabador, en esa enorme franja que media entre Ecuador y Santiago del Estero. Conocía a fondo la obra de los investigadores que la precedieron, como Raúl Cortazar, Carlos Vega e Isabel Aretz, pero tenía su propia cosmovisión, que la apartaba de cualquier academicismo. El canto “bonito” del folklore edulcorado que poblaba los festivales le resultaba vacuo, pasatista. Ella era una iconoclasta, siempre dispuesta a ir a fondo, descartando cierta idea de belleza proveniente de la cultura europea para priorizar una estética que “no busca la forma ni la belleza sino el desborde de la emoción”. Para alcanzar ese objetivo, la técnica es “la imaginación total y la libertad de la voz, que puede alcanzar cualquier salto mortal que sirva para el desangre psíquico”.

En ese sentido, Leda veía más próximas a esas esencias contenidas en la sabiduría ancestral de los pueblos originarios, a los artistas provenientes del rock, y también a los rebeldes del folklore, cuya búsqueda los llevaba a ser marginados por el establishment del género. Uno de sus muchos aportes fue transmitir sus hallazgos a una gran cantidad de músicos jóvenes formados en la cultura del rock, en una forma que –en muchos casos– afectaría de manera decisiva su futura producción artística.

Claro que esto no era casual. Leda, que había comenzado cantando blues hasta que descubrió las bagualas anónimas del NOA, consideraba que la vidala era “nuestro” blues, y tenía una fundamentación profunda para explicar ese nexo. “En todos los continentes pervive aún el cantor de montaña, campo, selva o playa abandonada, frente a quien tomamos conciencia del miserable uso de nuestra voz y del raquitismo que padecemos para sentir y hacer sentir nuestras emociones musicales (...). En las mismas ciudades, si el intérprete ha bebido en aquellas fuentes –por ejemplo, los del cantejondo, los negros de Harlem, los del beat, del rock, los bagualeros del NOA–, produce el auténtico delirio del público. Por algo el himno de la generación beat fue el tema ‘Howl’, es decir, ‘Aullido’. La música joven asentándose en el blues fue en procura de todas las jaurías del canto primero de la tierra.”

Uno de los primeros músicos de rock en aproximarse a Leda fue Gustavo Santaolalla, quien aún comandaba el grupo Arco Iris, pioneros en la fusión de rock y folklore. También la banda chilena Los Jaivas, quienes en esa época residían en Buenos Aires, corridos por la dictadura de Pinochet (y antes de tener que emigrar a Francia, perseguidos en este caso por la dictadura argentina). En 1974 realizaron experiencias, haciendo cantar bagualas anónimas a miles de estudiantes en la Facultad de Ciencias Económicas. Por la misma época, también colaboró con José Luis Castiñeira de Dios y Susana Lago, del grupo Anacrusa.

Diez años después, fueron León Gieco y el propio Santaolalla (esta vez en calidad de productor artístico) quienes se acercaron a Valladares para que bendijera con su aprobación y consejos el proyecto De Ushuaia a La Quiaca, al que reconocían como una continuación directa del Mapa Musical Argentino realizado por Leda entre los años 1960 y 1974, un extraordinario emprendimiento registrando las músicas auténticamente folklóricas de las distintas regiones del país. En De Ushuaia a La Quiaca quedaron registrados también algunos de los experimentos de Valladares, como el “canto colectivo”, en el que reunieron a cientos de chicos de las escuelas primarias de Tucumán –y sus maestras– en el Anfiteatro El Cadillal de esa provincia, cantando al unísono bagualas y vidalas anónimas. Era la concreción de una idea que impulsó desde siempre, y es que esas canciones deberían enseñarse en las escuelas para que los chicos aprendan a cantar la verdadera música de su tierra, sin las inhibiciones y limitaciones que imponen los coros tradicionales. Otra de sus ideas vanguardistas fue la “baguala centrífuga”, con varios bagualeros cantando simultáneamente distintos temas, como una forma de reproducir esa especie de cacofonía que se da naturalmente durante los carnavales del Norte, cuando las comparsas bajan de las montañas entonando cada una sus cantos, que se mezclan en el aire preñado de olores y promesas.

A fines de los ’80 y principios los ’90, Leda trabajó con una serie de músicos, entre los que se cuentan Fabiana Cantilo, Pedro Aznar, Gustavo Cerati, Fito Páez, Raúl Carnota, Federico Moura, Daniel Sbarra, Liliana Herrero, Suna Rocha, Jairo, Litto Nebbia, Gieco y Santaolalla, en tres álbumes editados por el sello Melopea (de Nebbia), titulados Grito en el cielo Vol. I (1989), Grito en el cielo Vol. II (1990) y América en cueros (1992), donde aparecía junto a una cantidad de cantores y comparsas de los valles norteños, haciendo temas anónimos del NOA. En el último de esos discos, la búsqueda se ampliaba para incluir las raíces de la música afroamericana, como el candomblé y las batucadas de Brasil, y el rito Lucumí de Cuba.

Explicando estas experiencias, Leda decía: “Y así, de grito negro a grito indio, repetía incansablemente que todos los grupos del rock, estuvieran donde estuvieran, se acercaran a escuchar estas canciones. Ellos, que sin duda tienen sensibilidad musical, advertirían enseguida la fuerza fenomenal del canto con caja. Y nos acercamos de músicos a músicos, no de formas y géneros musicales a otras formas y géneros musicales”.

Leda ya no está, pero quedan sus registros, sus numerosos hallazgos, sus enseñanzas, la hazaña de haber registrado cientos de cantores, coplas y formas de expresión que corrían el riesgo de perderse para siempre. Y esa búsqueda estaba impregnada de un aliento místico, rastreando en el canto agreste y milenario la fuente de una sabiduría que recupere el cordón umbilical que une al hombre con la tierra. En el texto que escribió para Grito en el cielo lo expresaba con estremecedora belleza: “Los sagrados cantores de los valles, los ‘vallistos’ que descienden de los siglos andinos, nos están esperando en los cerros del Noroeste argentino para revelarnos otra dimensión del canto, terrestre y sideral. Al escucharlos, aterrizamos en América y la descubrimos. Su discurso de cantores es la suprema desnudez: sólo tres notas escalofriadas por la voz del abismo. Este rayo nos inicia en el canto planetario que establece la jerarquía del grito y el lamento como sacralidades del iniciado (...). Para los que claman ‘las fuentes’, queda sonando esta magia, y para esas multitudes estudiantiles que sin saberlo van suplicando raíces para afincar su sed de rumbo y belleza. La montaña nos muestra el milagro. Las ciudades deberán bendecirlo y enarbolarlo para que cumpla su misión de epicentro solar”.

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