Domingo, 26 de agosto de 2012 | Hoy
Por Violeta Gorodischer
Once años de filmación, más de doscientas horas grabadas y cuatro generaciones pasaron ante los ojos de Gastón Solnicki antes de que diera a Papirosen su forma final, esa que nos llega ahora como home movie, o como registro, o como novela familiar, o... bueno, en realidad Papirosen llega como todo eso junto y vuelve obsoleta la diferenciación entre ficción y documental. ¿La clave? El montaje.
Usando como hilo narrativo la voz de Pola, su abuela sobreviviente del Holocausto, Solnicki cruza la gran historia del siglo XX con las pequeñas historias cotidianas. De fondo, la mujer rememora con indiscutible acento polaco cómo escapó de la persecución nazi refugiándose en un cementerio y comiendo sobras de la basura; cómo viajó a Praga; cómo se casó con un hombre a quien le habían asesinado toda la familia y cómo tuvieron un hijo llamado Víctor, que nunca tuvo fecha de nacimiento clara porque eran inmigrantes ilegales cuando llegaron a la Argentina y todos, incluyendo al nene, tenían que mentir. Impresas sobre ese relato, las imágenes muestran el paso del tiempo y la conformación de un clan comandado por aquel pequeño Víctor Solnicki, devenido hombre, padre, abuelo. Así, aparece finalmente como jefe de una familia formada por su mujer, sus tres hijos (Yanina, Alan y el propio Gastón) y sus nietos: toda esa prole que la camarita del menor de los Solnicki fue retratando a lo largo de los años en viajes, Bar Mitzvah, reuniones, festejos, nacimientos, separaciones, crisis, reencuentros, dolores propios y no tanto. Todo está ahí, incluso la sensación de que alguien dejó abierta la puerta sin restricciones al respecto. Despertando el morbo voyeurista del espectador, la mirada de Solnicki tiene la impunidad del que pertenece: como si a nadie le importara mucho su presencia; como si con pararse y filmar alcanzara (los últimos materiales, de hecho, los filmó con un lente fijo que lo obligaba a acercarse físicamente para lograr los planos cortos). En el juego entre una mirada omnisciente y una participante (“Gasti, no filmes si esto es muy íntimo”, alcanza a advertir (en vano) la madre; “Es imposible, no quieren que termine nunca esta película”, dice él mismo cuando Víctor y Pola rememoran el pasado en Europa), Solnicki consigue una total naturalización de la cámara. Es más: por momentos, uno siente la incomodidad que aparece cuando son otros quienes sacuden los trapitos sucios. Desde Pola, una bobe de ochenta y pico que le pone el toque Woody Allen al preguntar por teléfono si su nieta recién separada “está tranqui”, para luego echarle toda la culpa a ella (“Se merece lo que le está pasando: ¿dónde va a conseguir un muchacho así?”), hasta las discusiones entre los padres, de ambos con la hija y con el hijo del medio, que le dan a la dinámica familiar un aspecto mucho más oscuro, más denso. “¿Qué querés que hagamos, Yanina? Es un viaje muy largo, no podés arrastrarnos a todos porque a vos se te ocurre comprarte doscientos pares de zapatos”, increpa madre Solnicki a la hija, llorosa en plena crisis matrimonial, para después ordenarle al propio Gastón que apague la cámara y ayude a cargar los bolsos. “Al final, no sé para qué te la compré.”
Al igual que en Süden, su película anterior, sobre el regreso del compositor argentino Mauricio Kagel, radicado en Alemania, tras cuarenta años de no visitar su país, Solnicki no trabajó con un guión previo sino que todo se armó a la hora de ensamblar, recortar, reestructurar. “Filmé situaciones de mucha intimidad que tampoco estaban contenidas dentro de un marco de rodaje sino a lo largo de los años. Salvo los viajes, rara vez tenía previsto salir a grabar. La película está construida a partir de sus materiales y no de una idea preconcebida”, explica. En ese sentido, la mejor sorpresa le llegó al descubrir las grabaciones en 8 y Super 8 que había filmado su propio abuelo, en los años ’50. El relato, justamente, se termina de completar desde la mirada de este personaje fantasma al que Gastón nunca llegó a conocer, el abuelo que se suicidó cuando la muerte de su suegro le hizo revivir el asesinato de su familia durante la guerra. Eso, al menos, es lo que cuenta su hijo Víctor en el baño, mientras su nieto Gastón lo filma, mostrándole cómo su propio padre tomó pastillas para dormir, apoyó el codo en la pared de la bañadera y se dejó caer hasta quedar tendido. “¿Ven? Por eso nunca vengo a este baño, desde aquel entonces no había vuelto a entrar.”
“Déjenme solo, estoy haciendo una película”, le escucharon decir más de una vez a Jonathan Caouette, director de Tarnation, cuando era chico. Y aunque a él no le guste del todo la asociación, lo cierto es que lo mismo podría haber dicho Gastón Solnicki cada vez que lo interrumpían mientras filmaba lo que ocurría a su alrededor, fuera en un auto, en un baño, en la cocina, en el cumpleaños de su sobrino. Es que además de la natural inclinación de los mentores a plasmar su entorno en imágenes, hay ciertas similitudes evidentes entre Tarnation y Papirosen. Algo que tiene que ver con el deseo de elevar la home movie a la categoría de arte. Algo del orden de la catarsis, de exorcizar fantasmas, de saldar deudas. Algo como contarle al mundo la propia historia para descubrirse a sí mismo en el proceso. Pero ahí donde Caouette era protagonista absoluto y construía un mundo propio como forma de escape de la realidad, Solnicki hace exactamente lo contrario: da un paso atrás y crea este universo como clave para generar el reencuentro. “Papirosen es quizás el acto singular que más ha transformado mis vínculos –dice, después de haber pasado los últimos años de terapia hablando de esto–. Me gustaría ver cómo eso se desarrolla en el tiempo, y cuando me toque ser padre.” Si se invisibiliza al punto de no aparecer nunca en cuadro, entonces, es porque Papirosen no es sólo su historia sino la de una familia. ¿La de todas? “Mi familia no es más especial que otra. ¿O sí? No sé. Es difícil hablar desde adentro y desde afuera. La familia es una institución universal –dice Gastón–. La película permite una identificación que trasciende al consumo familiar o de las familias judías que naturalmente se ven muy reflejadas en ella. Como le gusta decir a mi padre: ‘La orfandad no tiene bandera’.” De alguna manera, se puede pensar incluso en el relato familiar como símbolo del relato de toda una generación, de un pueblo. Porque Solnicki tira de la cuerda y llega hasta las raíces profundas de la Shoá para construir, también, un relato testimonial. Lo hace cuando incita a Pola a que cuente la masacre. O cuando decide darle presencia al idish en los diálogos cotidianos entre su padre y su abuela, la mejor de las venganzas: esa lengua que Hitler quiso hacer desaparecer todavía persiste, parece decir Solnicki, está acá, en los sobrevivientes y en los hijos de los sobrevivientes, y en todos los espectadores que ahora la vuelven a escuchar. Lo hace también cuando se detiene en la imagen del estoico Víctor sin poder esconder las lágrimas mientras escucha el tango “Papirosen”, sobre aquel chiquito que no podía vender un paquete de cigarrillos en plena guerra. O al retratar la felicidad de su padre la tarde en que al fin consigue su documento en la Embajada de Polonia. Tal vez la condensación del procedimiento sea la voz susurrada de la abuela interrumpiendo su propio discurso, dejándolo trunco por razones que no hace falta explicar, transformando la elipsis en elemento significativo: “¿Podés dejar para otra vez? No puedo hablar más. Cortá”.
En definitiva, la película hilvana el dolor heredado, los traumas que persisten a través de las generaciones y que vienen a demostrar que la diáspora judía va mucho más allá del siglo XX. De ahí la escena del abuelo y el nieto en la aerosilla, cuando en un momento familiar complicado (el divorcio de su hija Yanina) Víctor se lo lleva a esquiar. Ahí, cuando todo es nieve y silencio, el padre de Gastón se pone a cantar.
–Mi viejo me cantaba así.
–¿Se murió de viejo?
–No, se murió de joven, porque estaba triste, por la guerra.
–¿Sólo porque estaba triste?
–Sí, hay gente que se muere porque está muy triste. Y él me cantaba esta canción.
En ese diálogo blanco, conciso y helado, se condensa la matriz de ese encuentro, de todos los encuentros. No en vano, sostiene Solnicki, Josef von Sternberg decía que con la nieve se pueden hacer películas.
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