Dom 06.07.2003
radar

Caballero Bresson

por Dominique Sanda
Antes de conocer a Bresson yo no quería “ser actriz”. Lo que me preocupaba era salir de mi extrema timidez, que me hacía sufrir terriblemente. Había empezado a sacarme fotos y trabajaba mucho como modelo. Muchos directores de entonces buscaban a sus actrices en las agencias de modelos; así llegó Godard a Anna Karina, por ejemplo. Yo podría haber caído en cualquier cineasta. Me tocó Bresson. Caí en las mejores manos, y eso me salvó. Hacer cine por primera vez con Bresson lo cambia todo. Un día Jacques Kébadian me llamó a lo de mis padres para decirme que Bresson me había visto en Vogue y que quería verme para Una mujer dulce. Pero después, cuando le preguntaban por qué me había elegido, Bresson decía: “Elegí a Dominique Sanda cuando escuché su voz por teléfono”. Eso me reconfortó; yo luchaba entonces con esa maldita timidez y sentía al mismo tiempo que era deseada por mi aspecto, por mi físico, y Bresson tenía la delicadeza de poner en primer plano mi voz, que para mí era como hablar de mi alma. Así que me dije: “¡Por fin alguien que me entiende!”.
Yo nunca había hecho nada en cine, de modo que no tenía tics. Y entendí que lo que quería Bresson era que yo fuera. Y punto. Pero llegar a eso no es fácil. La presencia debe ser absoluta; no se puede hacer trampa, no se puede fingir, uno no puede aferrarse a las muecas del ser. Es algo que apenas puede describirse con palabras. Bresson tenía fama de difícil, pero a mí eso no me molestaba. Cada gesto tenía una precisión extrema, todos los desplazamientos estaban marcados en el piso, rigurosamente. Bresson tomaba todas las decisiones. En especial con las miradas. Yo tenía prohibido mirar a mi partenaire (Guy Frangin) a los ojos. Bresson queríaque le mirara una oreja. Y parece extraordinario pero es verdad: si uno mira a alguien a los ojos, pasan tantas cosas que todo se enturbia y ya no se puede ver. La mirada desviada que pedía Bresson era más abstracta, más abierta a lo imaginario, más pura. Era una mirada que abría la mirada del espectador.
Después del rodaje nos volvimos a encontrar en un estudio para regrabar todos los diálogos. Bresson nos hacía salir a Frangin y a mí y recién nos pedía que entráramos cuando él ya había visto la escena. Decíamos la escena sin ver las imágenes. No quería que el ritmo de la imagen nos perturbara. Y a fuerza de abandonarnos a lo desconocido, Bresson nos ayudaba a ponernos en esa posición de simples receptáculos, esa manera de ser, sólo de ser. Me daba la impresión de que el deseo de cine de Bresson tenía motivaciones muy profundas, que nada en él era caprichoso, que nuestro trabajo jamás hubiera podido asumir otra forma. Es algo rarísimo. Es tan común luchar, tener que contradecir o, al menos, preguntarse: “¿Y si lo hacemos de esta otra manera?”.
Cuando vi la película –estaba con mis padres–, no podía creer lo que veía. Veía algo que nunca antes había visto –porque Bresson nunca nos mostraba nada– y que sin embargo había visto siempre. Una sensación curiosa. Cuando uno ve una película en la que trabajó, siempre piensa cosas como “Mirá vos: cortó esa toma”, o “Ah, sí, esa escena: qué lástima que se filmó ese día”. Cuando vi Una mujer dulce no sentí nada de eso. Muchos actores de Bresson no siguieron trabajando, no pudieron o no quisieron seguir. Yo me metí muy rápidamente en otros universos, y nunca fui catalogada como una “actriz bressoniana”. Pero si Bertolucci me eligió fue gracias a Bresson: había escrito El conformista pensando en Brigitte Bardot, pero vio Una mujer dulce y me llamó a mí. Más tarde Bresson me propuso un par de veces volver a trabajar juntos –lo que era raro–, pero no se pudo hacer. Pero seguimos en contacto igual, siempre, aunque no nos viéramos ni habláramos. Nada se apagaba, y eso es algo que sólo sucede con los grandes artistas y los seres extremadamente sensibles. Bresson era ambas cosas.

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