Dom 16.09.2012
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> ENTREVISTA CON EL DIRECTOR

Esto es lo que creo

› Por Mariano Kairuz

Una de las primeras cosas que llaman la atención de Infancia clandestina es que parece decidida a no permitir que la importancia de su tema ahogue su impulso narrativo; es decir, que el contenido no se imponga a la forma y que entonces, acaso, resulte una rara película sobre los años de plomo de “vocación popular”. Su primer y más importante recurso narrativo es que está enteramente narrada desde el punto de vista de un chico de 11 años –-hijo de un matrimonio militante “comprometido con la lucha armada” durante la primera “contraofensiva” montonera–, y nunca abandona ese punto de vista, relatando la cotidianidad de esa vida clandestina que lleva la familia, al punto de que la película se convierte esencialmente en un relato de iniciación.

“Siempre tuve muy claro que quería contar un cuento más allá de mi propia historia, quería correrme del centro”, dice Benjamín Avila desde el festival de Toronto, a donde viajó esta semana con su película. Aunque Infancia clandestina está inequívocamente inspirada en sus recuerdos de infancia, ésta no es, insiste su director, una película autobiográfica. A diferencia de Juan/Ernesto (el protagonista de la película, interpretado por Teo Gutiérrez Moreno, toda una revelación), Avila también debió asistir a la escuela con un nombre falso y documentos igualmente apócrifos. Pero en aquel momento en que se inscribe el relato, a fines de los ’70, no tenía 11 años sino 7, y por lo tanto no estaba al borde de la adolescencia ni a punto de vivir su primer enamoramiento, y por ende no hay una María en su historia (como tampoco un tío Beto), es decir, todos esos tópicos del relato de iniciación que su autor eligió para inyectarle potencia dramática a su historia.

La cronología de la historia personal de Avila sigue sin embargo un orden similar a la del protagonista de su película: tenía cuatro años cuando su madre, Charo, y su pareja, ambos militantes montoneros, se lo llevaron al exilio: Brasil, México, Cuba. El regreso a la Argentina fue a comienzos de 1979: para octubre de ese año Charo ya se había convertido en una detenida-desaparecida, y el hermano menor de Benjamín, un bebé de nueve meses, había sido secuestrado y entregado a otra familia. En 1984, este hermano menor, ya con seis años, fue uno de los primeros nietos restituidos por Abuelas de Plaza de Mayo. A partir de esa historia, y de un encuentro casual de Benjamín con el productor Daniel Cabezas, responsable de la producción audiovisual de Abuelas, Avila filmó su ópera prima, el documental Nietos (Identidad y Memoria) estrenado en 2004. Aunque para entonces ya llevaba más de una década pensando en el que sería su primer largo de ficción, el mismo que en mayo pasado se presentó en la Quincena de los Realizadores del 65º Festival de Cannes y el próximo jueves se estrena en Buenos Aires.

¿Qué te llevó a dedicarte al cine?

–A diferencia de lo que pasa en la película, la pareja que estaba con mi madre cuando volvimos no era mi padre. Tras la desa-parición de mamá, y que me dejaran en la puerta de la casa de mi abuela, como se ve en la película, me llevaron a Tucumán a vivir de vuelta con mi padre, que era arquitecto y actor, y que también fue gerente general de canal 10. Así que yo me pasé buena parte de mi infancia en el canal, viendo cómo se hacían los programas, y también dando vueltas por las obras de teatro en las que participaba mi viejo. A los 13, cuando ya había decidido que médico no iba a ser –había presenciado un accidente que me dejó muy impresionado– y me empecé a preguntar a qué me iba a dedicar en la vida, decidí que iba a ser cineasta. A los 15 estudiaba fotografía, a los 17 teatro, a los 18 entré a la facultad y así hice camino.

Una de las grandes apuestas de Avila cuando comenzó a escribir el guión –-a cuatro manos con el brasileño Marcelo Müller– era poder retratar la cotidianidad de la vida de los militantes en la clandestinidad y “corregir” un poco la pintura del horror permanente que han plasmado otras películas y otros relatos. “De chicos, mi hermano mayor y yo entendíamos perfectamente lo que teníamos que hacer. Para nosotros, era absolutamente normal la vida que llevábamos. La vida clandestina-militante era un estado de normalidad total”, le contó el director a este diario en una entrevista realizada hace unos meses. “Siempre creí, y me pasaba con los compañeros de Hijos, con amigos que han vivido esta historia de la misma generación, que para nosotros no es una historia asociada al horror. El horror es una de las tantas cosas de esta historia, pero no es eso solamente. Por eso, la película tiene la posibilidad de incorporar humor, amor, de poder tener cuestiones absolutamente incorrectas sin que eso influya en su postura política.”

La película parece plantear posturas conflictivas entre los militantes y los hijos a los que llevaron consigo a sus destinos.

–No sé si diría conflictivas, tengo la sensación de que son miradas complementarias. Quizá sí entran en conflicto respecto de los conceptos desarrollados a lo largo de los últimos treinta años sobre qué fue la militancia, sobre la dualidad que la sociedad ha construido acerca de qué es el bien y el mal. En la película no existe esa dualidad, no hay un lugar de lo que está bien, y creo que puede ser muy incómoda justamente por eso, porque no sabés dónde pararte. Pero ése es el lugar más real que podemos describir: todos los que vivimos esa época puteamos, pero también amamos, huimos, desmerecemos y luego revaloramos: no es o el mito o el infierno; es una cosa más humana. Y yo quería justamente eso: dar una visión más humana de cómo fueron las cosas, como yo las recordaba, no esa construcción de mucho miedo, pánico y horror que se hizo luego. Hubo miedo y horror, por supuesto, pero también mucho humor, amor, risa, diversión; mucho cotidiano. La clandestinidad suele pintarse como que lo único que pasaba las 24 horas del día era la posibilidad de la muerte, y por eso es central la escena en la que discuten el padre de Juan y su hermano, el tío Beto, en torno del festejo del cumpleaños de Juan: porque sirve para mostrar que había posiciones diferentes, para abrir un poco más la idea de que las cosas no fueron de una única manera y siempre iguales.

Pero en una escena más cerca del final, el protagonista les hace una afrenta a sus padres que puede ser interpretado como un reproche del hijo de de-saparecidos a sus padres montoneros.

–Cuando Juan se quiere ir a Brasil, dejar a los padres, abandonar todo, no está realmente huyendo de los padres sino que es consecuente con lo que éstos le enseñaron, con lo que le dice el tío Beto: no te traiciones. Hay que hacer lo que uno siente, lo que uno cree. Es la única vez que Juan se les planta a los padres y ese parate anticipa la adolescencia. Todos hemos pasado por eso de amar y odiar a nuestros padres y lo seguiremos haciendo, y en el caso de los hijos de desaparecidos, creo que todos pasamos por las mismas etapas de definición: primero los odiás, los puteás, los reclamás, les preguntás “¿por qué no pensaste en mí y sólo en vos?”, “qué egoísta”. Pero luego llegó la juventud y yo a los 20 años, la edad que tenía mi vieja cuando me tuvo, me di cuenta de que yo era un idiota y mi vieja no, y a los 27, que es la edad en la que de-sapareció ella, ya le había puesto el cuerpo a todo eso en lo que creía, y yo a esa edad apenas podía creer en mí. Y luego tuve mis hijos, y a partir de ahí también empecé a darme cuenta de que existe la posibilidad de putearlos y quererlos al mismo tiempo. Creo que no es algo solo mío, que es un proceso que puede generalizarse, que es algo por lo que pasamos todos los hijos de desaparecidos.

Con varios cineastas y películas bien diversos como referentes claros (Ken Loach a la hora de pensar en la mirada política; la influencia “formal y estética” de Kieslowski, y un film favorito sobre la mirada infantil: El año del arco iris, de Lasse Hallström), Avila le dio forma entonces a esta recreación de su experiencia personal que, dice, ahora espera que sea vista por la mayor cantidad de gente posible (“Sé que no es fácil, que es incorrecta, incómoda, pero la hice para que la vea mucha gente, es lo que quiero”) y que interpele de un modo “hacia arriba”, a la generación de sus padres, y ayude a devolverle a la suya “la posibilidad de creer”. Lo importante, dice finalmente, “cuando uno hace una película como ésta, es plantarse y decir esto es lo que creo, hay que ser todo lo incorrecto que sea necesario. He visto unas cuantas películas sobre la dictadura hechas con muy buenas intenciones, pero que no toman riesgos y repiten el discurso de siempre. Y hay otras que sencillamente no tienen huevos, y yo no le puedo perdonar a otro hijo de militantes que no le ponga todo a su historia. Yo sé que tengo que hacerlo, y me la banco desde acá”.

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