Domingo, 25 de noviembre de 2012 | Hoy
LOS FIERROS DEL ESPECTáCULO
Alrededor de 1974, soñé despierto la Beatlemanía, sin saber que en algún momento se iba a transformar en una pesadilla. Era un espectáculo derivado del micro que comencé a hacer en Radio Rivadavia, durante el programa Música verdad. La soñé despierto; mi papá fue apuntador de teatro y de chico solía ir con él a las obras. Así aprendí que el teatro ejerce una atracción muy diferente de todo, de la radio, de la televisión.
Beatlemanía era un espectáculo teatral en el que me ubicaba sobre un escenario para contar la historia de Los Beatles. Lo hicimos durante muchos años y por todo el país, y también en algunos limítrofes (Chile, Uruguay y Paraguay); se realizaba en teatros, clubes deportivos, clubes de barrio, sociedades de fomento. Por lo general, teníamos más de una función por noche y cuando terminábamos nos íbamos con una camioneta Peugeot y mi auto al departamento de mi hermano, en Rivadavia y Quintino Bocayuva. Allí terminábamos todos: mi hermano Carlos Badía, Osvaldo Petrozzino, nuestro sonidista, Pocho Pazos que era el seguidorista de luces, mis amigos Alberto Del Priore, Dardo Ferrari y yo. La asistencia perfecta a aquel departamento no era solamente por la unidad grupal, que la había, sino también porque era el momento en que nuestro representante, un ser muy singular llamado Campos, repartía el dinero de los shows. Era un departamento en el que mi hermano nunca llegó a vivir y nosotros lo usábamos de base para la cuestión operativa de la Beatlemanía; guardar los fierros del espectáculo, que Campos repartiese la guita, y para decirle al final del día:
–Campos, ¡la puta que te parió! La próxima vez armá algo más coherente. No podemos hacer 25 de Mayo, Junín y La Plata en una sola noche. ¡Nos vamos a matar!
Campos era siempre el que se iba primero, porque con mi hermano, por lo menos, nos mandábamos un partidito de truco para relajarnos después de las funciones. Pero una noche, el primero en irse fui yo. No me sentía bien aquella vez y decidí adelantar la partida. ¡Qué suerte! ¿Qué hubiera pasado si se hubiese ido Campos antes? Cuando traspasé el umbral me encontré con un arma 45 delante de un uniforme que temblequeaba apuntándome a la cabeza.
–¿Perdón? –digo sobresaltado, pero no nervioso.
–¡Es conocido! ¡¡¡¡Es conocido!!!! –grita el subteniente (o teniente) que me tenía encañonado.
A los dos segundos, un comando militar entró y copó el departamento. Nunca olvidaré la cara del teniente (¿o subteniente?) que me apuntó: yo tenía menos miedo que él porque no sabía lo que pasaba. El departamento fue tomado de inmediato y después vino una explicación por parte nuestra: mostrar qué había adentro, lo que hacíamos, quiénes éramos. Después de que todo quedó convenientemente aclarado, el subteniente (o teniente) me llama y me dice:
–Vení –haciéndome gestos con la mano, y me lleva a la puerta del edificio, donde, para mi asombro, veo que las dos calles de nuestra manzana estaban cortadas y llenas de milicos. El tipo me palmea y me dice:
–Flaco, me alegro de que te hayas salvado.
–Pero... ¿qué es esto?
–La denuncia de un hijo de puta –me contesta.
Mi hermano argumenta que los militares estaban buscando un supuesto cajón de López Rega. Yo no recuerdo eso, pero sí que hubo una denuncia de un vecino que dijo que nosotros éramos subversivos. La verdad es que nuestro equipaje no era muy convencional: un buen baúl, unas fantásticas bolsas militares de color verde para meter los fierros y la pantalla (que transportábamos enrollada) que usábamos para la Beatlemanía. Nos movíamos en dos autos; uno era una camioneta. Es decir que nuestro atuendo no era muy prolijo para esos tiempos que se estaban viviendo en la Argentina, como bien lo comprendimos aquella noche.
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