Ese dichoso colectivo del Infierno
Hay dos hechos de mi vida en México que están ligados irremediablemente a Roberto Bolaño. El primero obviamente refiere al contacto virginal con su enorme Los detectives salvajes. Fue una tarde lluviosa, como casi son todas las tardes en el DF, y Bettina, mi amiga que hoy vive en París, me dijo: “Lee esto”. El otro hecho fue en el metro: absorbida por la lectura de esa novela primordial, eché a reír a carcajadas en un vagón repleto de personas que inmediatamente, y con razón, creían que estaba loca. La literatura de Roberto me salvó en esos momentos terribles. Cada persona tiene sus propios mitos inconfesables. El mío consistía por entonces en la necesidad de hallar mi novela, que era en el fondo la necesidad de hacerme cargo de una nueva vida, una nueva instancia que yo misma había elegido pero que sin embargo mucho me costaba en esos días dirigir, entender... Si en mi juventud, en la plenitud del amor, Rayuela había sido mi libro, al punto que el hombre que amaba me había puesto Manu de sobrenombre por lo mismo, ¿qué iba a ser de mi vida madura si no aparecía un universo que contuviera mis mitos de lectora? Los detectives salvajes fue la novela de mis ganas de seguir en el mundo. Y Bolaño fue El escritor capaz de ser amigo de sus lectores, aun sin contar con el privilegio de conocerlo. La literatura de Roberto cerró en mi corazón un camino y abrió otro. Retornó esa frase de Bioy que nunca puedo recordar textual: “Un buen escritor es aquel que compele a sus lectores a escribir”. Claro, después de Los detectives empecé a escribir una novela que por el bien de la literatura abandoné, pero que entonces me ayudó a entender el grado de vitalidad que tienen las letras de mi amigo querido. Sí. Fue casi un amigo porque el azar, que todo lo puede, me otorgó el privilegio de conocer a Roberto. No en carne y hueso, sino mediante cartas que llegaban siempre escasas (escasas para mí, que quería ganar el tiempo perdido) a mi correo. La cercanía posibilitó una entrevista que este mes publicamos en la edición mexicana de Playboy –¿acaso su última entrevista?– pero, sobre todo, me enseñó la generosidad de un ser de otros tiempos, de los tiempos, por ejemplo, en que yo era joven y amaba a un hombre que me amaba, de los tiempos en que la carta de un amigo desde lejos puede ser la llave para encender la propia voluntad, el gesto con que abrimos otra vez y para siempre una ventana, tomamos un café, escuchamos música...
Esta mañana es espesa. Hay una bruma que empaña los vidrios y la gata de mi amado amigo Daniel me desconecta a cada rato el cable del teclado. Este teclado no tiene acentos. Y no puedo hacer nada sin que broten las lágrimas. Roberto ha muerto en esta madrugada rara... una madrugada en la que me despertaba a cada rato y encendía la computadora para ver si él no había escrito una carta... yo quería saber, con esa arrogancia de quien hace planes para el futuro aun a sabiendas de que el mañana es una trampa en la que nos gusta caer cuando estamos irremediablemente solos, si le había llegado la revista, si, tal como pensaba, quedó bueno su reportaje...
No hay acentos. Sólo melancolía. Y un agujero en el corazón que él curaría con su ternura proverbial.
“Maristain querida:
Hay que ver lo bien que acentúas. Me maravilla. Yo dejé de estudiar a los dieciséis y tal vez por eso a veces se me olvida. Pero por lo general tampoco lo hago tan mal. De hecho, tuve una vez un libro de gramática que casi me volvió loco. Era como el libro de Lewis Carroll, pero de gramática, aunque la gramática en ocasiones, si la miras de sesgo, se parece a las matemáticas, y ahí empieza el peligro, el tarot de los números y de las letras. Hubo una época, cuando yo viví en México, que cada día tomaba un colectivo que pasaba junto a un gran manicomio en el extrarradio. No consigo recordar por qué razón tomaba ese dichoso colectivo infernal, mismamente el bateaux mouche de Caronte, pero lo cierto es que lo tomaba y cuando llegaba al manicomio, ahí había una parada, veía a los locos que se acercaban a la reja en el mejor estilo, explotado años después, de George Romero. Todos iban con pijamas. Todos eran locos pobres. Y para mí significaban algo, ¿qué?, no lo sé a ciencia cierta, tal vez una idea de cierta gramática, de otra gramática, una prosodia que se ramificaba en el aire. No te preocupes por mi salud. El asunto es tan corriente y vulgar que poco interés suscita en las musas, como dijo un clásico cuyo nombre, para variar, he olvidado. Siento mucho lo de tu madre. Espero que mejore. Recibe un fuerte abrazo.
Bolaño.
PD: No bebas, no fumes tanto, cuídate. Saludos a tu hermana”.