Todo el tiempo los alemanes nos estaban tocando la puerta, nos pedían que los dejemos pasar para calentarse un poco. Pero cuando uno les abre, se ponen a hurgar en las cosas, se llevan todo. Al final se llevaban hasta los panes miserables que hacíamos con trigo podrido. Si les cocinábamos a los niños sopa de caballo o si dejábamos algo de carne de caballo apartada, cortada en fetas –hasta eso se llevaban–. Entonces no abrimos más. Pero volvían. Uno se quedaba con el revólver en la puerta. Los otros decían, danos algo, vamos, vamos. Y yo no tengo marido. Les decía: Busquen ustedes. Y ellos buscaban y buscaban y no encontraban nada; lo poco, se lo llevaban. Todas las noches la misma historia. Cuando decidimos no dejarlos pasar más, ahí empezaron a disparar.
Al poco tiempo, apareció el comunicado: teníamos que llevar pan a la comandancia, dos kilos. Si no había pan, carne; si no había carne, carne de caballo o sal o jabón o tabaco. Yo no tenía nada de eso. Fui a la comandancia y les dije, no tengo nada. No nos interesa, traenos algo. Si no traes nada, te sacamos el pasaporte. Les dije que no tenía siquiera pasaporte. Si quieren, captúrennos, a mí y a mis hijos, y hagan con nosotros lo que se les ocurra, les dije.
La madre de la chica donde vivíamos tenía centeno podrido, medio comido por los ratones. Yo lo cerní, me lo puse en un bolsillo, fui y dije: Esto es todo lo que tengo. Bueno, me dijeron, dánoslo. Y eso les di.
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