Dom 24.02.2013
radar

La molotov y el estadio

El aporte de Harun Farocki a la historia material de la visión queda suficientemente asentado con sus más de noventa films, la mayoría de ellos documentales y ensayos experimentales, cruzados por arrebatos de crítica política e ideológica en el arco que va de la guerra de Vietnam a la estética de las mercancías. Hijo genuino del ‘68, Farocki, el cineasta experimental, enseñó que a la imagen, en tanto objeto, le es inherente una investidura económica, política y social. Que esta investidura puede criticarse, perforarse o correrse como un velo en los términos y posibilidades de la misma imagen. Porque la imagen, también, es un arma, tan contundente como las armas de fuego utilizadas por algunos de sus compañeros de la Escuela de Cine y Televisión de Berlín (DFFB) que durante los setenta se encuadraron en organizaciones terroristas. (Uno de ellos, probablemente Holger Meins, miembro de la RAF que acabó sus días en una huelga de hambre mientras se encontraba detenido, produjo en la escuela un cortometraje anónimo explicando cómo fabricar una bomba molotov.)

Desde Fuego inextinguible (1969), Farocki agotó las instancias de enunciación cinematográfica asociadas con el documental militante, desde la agitación política efímera y la enseñanza de fundamentos de marxismo hasta un análisis complejo de las estructuras materiales que, a la manera de prótesis, estructuran políticamente la visión en la sociedad actual. La imagen, en el cine de Farocki, es un objeto dotado de un peso propio y una intencionalidad que desbordan los límites de subgéneros como el ensayo documental y el found footage, en pos de una actitud artística más radical, más completa y (en el buen sentido) más destructiva: el cine de Farocki no puede comprenderse sin remisiones a Guy Debord, la nueva izquierda y el ambiente intelectual del ’68, pero tampoco sin la transmisión de las vanguardias medioeuropeas que hicieron de la metáfora ojo-máquina un flanco de ataque privilegiado.

En gran medida por ese motivo, desde su presencia en la edición de documenta X (1997), la obra de Farocki encontró un fuerte aval en el espacio del arte contemporáneo, en el que intervino con videoinstalaciones de varios canales: un recurso a tono con el deseo de espacializar la fluidez del video que, durante los noventa, signó la entrada de la imagen en movimiento en el cubo blanco. Farocki, como Isaac Julien y muchos otros, emplea este recurso (una especie de vestigio de la iconoclasia multimedia de los sesenta) en algunos de los ensayos actualmente alojados en la Fundación Proa, como Eye / Machine II (Ojo / Máquina II, 2002), un paseo por la historia de la simulación militar de trayectorias de vuelo, y la autoexplicativa Workers Leaving the Factory in Eleven Decades (Trabajadores saliendo de la fábrica durante once décadas, 2006).

El intríngulis que plantea Farocki como artista contemporáneo estriba, justamente, en esa tersura del video multicanal dentro del marco tridimensional blanco, vacío y liso del espacio de exhibición institucional: un espacio vehementemente poco conflictivo, que desde su mismo diseño parece preparado para pulir los conflictos visuales y sociales que el pulso crítico de Farocki y muchos de sus camaradas de ruta buscaron indagar con ahínco.

El tono general de esa indagación apuntó al cuestionamiento de la representación institucional cinematográfica, en sus mecanismos ideológicos y narrativos. Parallel, la última videoinstalación de Farocki, casi roza una formulación del problema, al comparar las imágenes cinematográficas con las imágenes generadas digitalmente, que por definición carecen del fondo oculto, de la escenificación, del montaje que podía cuestionarse, criticarse y deconstruirse en una imagen cinematográfica clásica.

La pregunta que queda en el aire es si algo de ese proceso de cuestionamiento, crítica y deconstrucción puede hacerse también con el mecanismo de la exhibición institucional, tan propio de la industria del arte de la actualidad como el plano-contraplano lo era del Hollywood clásico, o si es obligatorio ver reducidas las ambiciones iconoclastas de buena parte del siglo pasado a una suerte de vanguardia de estadio, apta para toda la familia, dotada de la misma espectacularidad que la tradición iconoclasta se propuso, en su momento, echar por tierra.

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